Eran las once de la mañana cuando Gonzalo agarró su bicicleta rojinegra y pedaleó rumbo a la casa de su amigo. Vivían relativamente cerca, unas veinticinco cuadras, lo cual no es mucho en la ciudad de Rosario. Avanzó por la avenida Pellegrini, la más característica de Rosario, y dobló en contramano por Mitre para hacer dos cuadras y llegar a lo del Negro.
Tocó el timbre y nadie respondió. Tocó de nuevo. Nada. Golpeó la puerta con la mano, suavemente primero, luego más fuerte, después enfadado y, finalmente, dando lugar a las patadas. Nada. Bordeó la casa, llegó a la ventana de la cocina y la empujó. Afortunadamente estaba abierta, y entonces se metió en la casa de su amigo. Buscó en el comedor, en el living, en el baño. Nada. Fue a la habitación y ahí estaba, despanzurrado sobre la cama, roncando a más no poder.
–¡Levantate gordo boludo! –le gritó Gonzalo, e insistió al no encontrar respuesta en aquél– ¡Dale pelotudo!
Se sobresaltó Alejandro al escuchar los gritos y vio a su amigo parado al pie de la cama. Se asustó primero, pero después se tomó su tiempo para desperezarse. Tras estirarse como nunca, preguntó:
–¿Quién murió?
–Nadie, idiota. Me dijiste ayer que venga a tu casa, acá estoy.
–Gordo hijo de puta, pero ¿por qué me hacés madrugar?
–Negro boludo, ya son las once y media.
–Uh, odio esta hora, no sé si desayunar o pensar en el almuerzo. Bueno, me clavo un par de alfajores y a la mierda. Vamos al comedor.
Se acercaron al comedor y Alejandro sacó de un estante contra la pared, una caja con una docena de alfajores Havanna, los más ricos de Argentina, que tienen su origen en Mar del Plata, la ciudad costera donde todo el país veranea desde hace más de cien años. Igual, el Negro no pensó ni en Mar del Plata, ni en el veraneo, ni en nada más cuando sacó los alfajores. Pensó en su hambre.
–Bueno dale Gordo, seguí. –dijo Ale mientras atacaba al primer alfajor– Habías quedado en que te robaron la riñonera, con el pasaporte y toda la bocha, y me dijiste que fue el mejor día que pasaste en España… Contame.
Apenas me di cuenta que me robaron, quedé aturdido, no sabía para dónde correr, no tenía idea de qué hacer, por dónde empezar. Empecé a correr rumbo a algún cajero, porque me robaron la tarjeta de débito pero mantenía una libretita que te dan, y que te permite hacer extracciones. Encontré uno y por suerte pude sacar casi toda la plata; tené en cuenta que ya era 20 de septiembre, y tenía casi todos los ahorros de lo trabajado en aquel verano. Le pedí a Dios que no se olvide de mí, aunque nunca lo hace. A los cinco minutos me llamó Laia. Claro, era mediodía y me llamaba para ver si nos encontrábamos para ir a comer algo, es lo que podría pensar cualquiera. Yo en cambio, creo que fue Dios, que me escuchó una vez más, y mandó a aquel ángel suyo para que me tranquilizara. Me ayudó a cancelar la tarjeta y quedamos en encontrarnos en la plaza Catalunya, el corazón mismo de Barcelona.
Pleno mediodía, esa plaza es un auténtico conglomerado de gente, parece una ciudad en sí misma. Se hace imposible caminar sin chocarse con alguien. Imagino muy difícil encontrar a Laia en semejante lugar. No obstante, la veo. Es que viene caminando y juraría que tiene como un aura que la rodea, un brillo, un resplandor. La veo y parece que estuviera sola. Es como aquella vez en la pileta, la primera vez que la vi: ya no veo a nadie más, parece tener algún poder que hace que desaparezca la gente a su alrededor. La dulzura de su voz al decirme simplemente: “Hola niño, ¿qué te ha pasado?” me pone de buen humor. Casi olvido que me acaban de robar. Igualmente le explico todo lo sucedido y ella, tras tranquilizarme un poco, me invita a comer algo. Así se hacen las dos y se tiene que ir nuevamente al trabajo. Maldigo para mis adentros que tenga que volver a irse, ya no porque la necesite, sino porque simplemente la quiero a mi lado.
La acompañé al metro, la vi irse otra vez de mis manos, y quedé nuevamente solo con Barcelona, a la que decido darle una nueva chance. Me voy a recorrer lo que me queda: la Villa Olímpica, el Camp Nou, el Parque Güell, etc. Cada lugar que veo me parece fascinante, y aún así, no veo la hora que se haga de noche para volver a ver a Laia. Alguien me podrá decir que esa no sería manera de aprovechar un viaje. Yo no encuentro mejor manera de hacerlo.
Como esa noche no podríamos cenar juntos porque ella tenía que visitar a una amiga, me quedé por el centro y no comí más que un sándwich –un bocadillo, como dicen ellos– de lomo y pimiento. Riquísimo; esta gente sabe comer, se nota. No obstante, está claro que no pensaba mucho en este bocadillo, sino en otras cosas. Laia ahora sumaba más puntos de los que ya había reunido antes. Es que a toda la descripción física que pude hacer de su belleza, y a toda su simpatía y tranquilidad al hablar, le tenía que agregar todo lo que se había movido y preocupado para ayudarme en el robo. Parecía como que le había pasado a ella. Siempre vas a escuchar las frases hechas como “es lo que vos hubieras hecho por mí”, pero todos sabemos que no es así. Ella y yo reuníamos, contando todo momento, no más de doce o quince horas juntos, y muchas de ellas durmiendo, así que tampoco se podría haber preocupado mucho. Aún así, la tuve a mi lado cuando la necesité, y eso casi vale más que su belleza y su candidez. Casi… bueno es que es muy linda, hay que verla y entenderlo, nada más.
Llegué a su casa a las nueve, me bañé y encendí la tele. Nada era interesante, el que no hablaba en catalán era algún salame de Madrid que no decía nada, y aburría hasta el hartazgo. Además, había tenido un día agotador, y sólo quería estar tirado un rato en el sofá. Casi quedándome dormido, escucho el timbre. Laia, que me había dado sus llaves, estaba abajo. Le abro con el portero eléctrico y espero que suba.
Tocó el timbre y nadie respondió. Tocó de nuevo. Nada. Golpeó la puerta con la mano, suavemente primero, luego más fuerte, después enfadado y, finalmente, dando lugar a las patadas. Nada. Bordeó la casa, llegó a la ventana de la cocina y la empujó. Afortunadamente estaba abierta, y entonces se metió en la casa de su amigo. Buscó en el comedor, en el living, en el baño. Nada. Fue a la habitación y ahí estaba, despanzurrado sobre la cama, roncando a más no poder.
–¡Levantate gordo boludo! –le gritó Gonzalo, e insistió al no encontrar respuesta en aquél– ¡Dale pelotudo!
Se sobresaltó Alejandro al escuchar los gritos y vio a su amigo parado al pie de la cama. Se asustó primero, pero después se tomó su tiempo para desperezarse. Tras estirarse como nunca, preguntó:
–¿Quién murió?
–Nadie, idiota. Me dijiste ayer que venga a tu casa, acá estoy.
–Gordo hijo de puta, pero ¿por qué me hacés madrugar?
–Negro boludo, ya son las once y media.
–Uh, odio esta hora, no sé si desayunar o pensar en el almuerzo. Bueno, me clavo un par de alfajores y a la mierda. Vamos al comedor.
Se acercaron al comedor y Alejandro sacó de un estante contra la pared, una caja con una docena de alfajores Havanna, los más ricos de Argentina, que tienen su origen en Mar del Plata, la ciudad costera donde todo el país veranea desde hace más de cien años. Igual, el Negro no pensó ni en Mar del Plata, ni en el veraneo, ni en nada más cuando sacó los alfajores. Pensó en su hambre.
–Bueno dale Gordo, seguí. –dijo Ale mientras atacaba al primer alfajor– Habías quedado en que te robaron la riñonera, con el pasaporte y toda la bocha, y me dijiste que fue el mejor día que pasaste en España… Contame.
Apenas me di cuenta que me robaron, quedé aturdido, no sabía para dónde correr, no tenía idea de qué hacer, por dónde empezar. Empecé a correr rumbo a algún cajero, porque me robaron la tarjeta de débito pero mantenía una libretita que te dan, y que te permite hacer extracciones. Encontré uno y por suerte pude sacar casi toda la plata; tené en cuenta que ya era 20 de septiembre, y tenía casi todos los ahorros de lo trabajado en aquel verano. Le pedí a Dios que no se olvide de mí, aunque nunca lo hace. A los cinco minutos me llamó Laia. Claro, era mediodía y me llamaba para ver si nos encontrábamos para ir a comer algo, es lo que podría pensar cualquiera. Yo en cambio, creo que fue Dios, que me escuchó una vez más, y mandó a aquel ángel suyo para que me tranquilizara. Me ayudó a cancelar la tarjeta y quedamos en encontrarnos en la plaza Catalunya, el corazón mismo de Barcelona.
Pleno mediodía, esa plaza es un auténtico conglomerado de gente, parece una ciudad en sí misma. Se hace imposible caminar sin chocarse con alguien. Imagino muy difícil encontrar a Laia en semejante lugar. No obstante, la veo. Es que viene caminando y juraría que tiene como un aura que la rodea, un brillo, un resplandor. La veo y parece que estuviera sola. Es como aquella vez en la pileta, la primera vez que la vi: ya no veo a nadie más, parece tener algún poder que hace que desaparezca la gente a su alrededor. La dulzura de su voz al decirme simplemente: “Hola niño, ¿qué te ha pasado?” me pone de buen humor. Casi olvido que me acaban de robar. Igualmente le explico todo lo sucedido y ella, tras tranquilizarme un poco, me invita a comer algo. Así se hacen las dos y se tiene que ir nuevamente al trabajo. Maldigo para mis adentros que tenga que volver a irse, ya no porque la necesite, sino porque simplemente la quiero a mi lado.
La acompañé al metro, la vi irse otra vez de mis manos, y quedé nuevamente solo con Barcelona, a la que decido darle una nueva chance. Me voy a recorrer lo que me queda: la Villa Olímpica, el Camp Nou, el Parque Güell, etc. Cada lugar que veo me parece fascinante, y aún así, no veo la hora que se haga de noche para volver a ver a Laia. Alguien me podrá decir que esa no sería manera de aprovechar un viaje. Yo no encuentro mejor manera de hacerlo.
Como esa noche no podríamos cenar juntos porque ella tenía que visitar a una amiga, me quedé por el centro y no comí más que un sándwich –un bocadillo, como dicen ellos– de lomo y pimiento. Riquísimo; esta gente sabe comer, se nota. No obstante, está claro que no pensaba mucho en este bocadillo, sino en otras cosas. Laia ahora sumaba más puntos de los que ya había reunido antes. Es que a toda la descripción física que pude hacer de su belleza, y a toda su simpatía y tranquilidad al hablar, le tenía que agregar todo lo que se había movido y preocupado para ayudarme en el robo. Parecía como que le había pasado a ella. Siempre vas a escuchar las frases hechas como “es lo que vos hubieras hecho por mí”, pero todos sabemos que no es así. Ella y yo reuníamos, contando todo momento, no más de doce o quince horas juntos, y muchas de ellas durmiendo, así que tampoco se podría haber preocupado mucho. Aún así, la tuve a mi lado cuando la necesité, y eso casi vale más que su belleza y su candidez. Casi… bueno es que es muy linda, hay que verla y entenderlo, nada más.
Llegué a su casa a las nueve, me bañé y encendí la tele. Nada era interesante, el que no hablaba en catalán era algún salame de Madrid que no decía nada, y aburría hasta el hartazgo. Además, había tenido un día agotador, y sólo quería estar tirado un rato en el sofá. Casi quedándome dormido, escucho el timbre. Laia, que me había dado sus llaves, estaba abajo. Le abro con el portero eléctrico y espero que suba.
1 comentario:
hhhmmm......al...fa...jo...res....!!! jejjee
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