NO SOY PARANOICO, SOY PERSPICAZ

lunes, 30 de marzo de 2009

Catalunya Somnolienta - Capítulo XII

–Hola niño, ¿que tal has terminado el día? –me dijo mientras cerraba la puerta de entrada de su departamento.

–No sé, se podría decir que por lo menos conocí también la cara buena de tu ciudad. Sinceramente me parece hermosa.

–¡Bueno claro, que no son todos ladrones aquí!

–No, no, lo sé… Fui a ver la cancha del Barça y también visité el parque Güell. Extraordinario. Después caminé por el Passeig de Gràcia, y por Las Ramblas. Fui hasta la zona del puerto y estuve caminando por ahí. Traté de relajarme, de olvidarme de algún golpe que la vida me asestó.

–¿Has hecho la denuncia ya? –me preguntó.

–Sí, ya fui. También me dieron un turno en el consulado argentino para hacerme un pasaporte provisorio; sino, no podría volverme. Igual, no hablaba de ese golpe…

–Niño, otra vez con eso. Yo estoy intentando organizar de nuevo mi vida, ¿sabes? Yo he cometido pecados de juventud, me casé en el pasado, me separé y estoy intentando rehacer todo. No podría resistir estar sola otra vez, y entonces no puedo tirarlo todo al diablo por una aventura.

–Ya sé, es que para mí no se trata de una aventura. Y no digo que me vaya a quedar acá a vivir, ni que seas el amor de mi vida, pero es que me moviste el piso muy fuerte, ¿me entendés? Pusiste una sal que hacía rato no sentía en mi vida. Me siento feliz.

–Una vez escuché a alguien hablar acerca de la gente buscando la felicidad en su vida. Este tío decía que en realidad nunca se encuentra la felicidad eterna, simplemente hay que aprovechar los pequeños momentos de felicidad efímera que encontramos. –me dijo.

–Me estás dando la razón. Hoy me acaban de robar, a trece mil kilómetros de mi casa, solo como un perro y en una ciudad que no conozco, y estoy feliz, feliz porque simplemente puedo volver a verte. –le dije con la mirada clavada en sus ojos.

–Niño: el tiempo borra todo, dentro de un año, tú de nuevo en Argentina y no me recordarás, y no está mal que así sea. –me dijo y, pese a que sonaba frío, noté sus ojos encendidos, casi como los míos, como si ella sintiera la necesidad de borrarme de su mente pero no pudiera.

La conversación se volvió más banal, la tele estaba encendida y entonces sólo hacíamos comentarios sobre la patética programación a esas horas. Hablamos horas y horas, yo la miraba, la veía reírse y me esforzaba en hacer algún comentario idiota, sólo para que vuelva a reír. Era sencillamente encantadora. Ya se había puesto cómoda, vestía un pantalón de algodón negro –que le dibujaba una gloriosa figura– y una remerita blanca sin mangas. El resto de la escena lo adornaba ella solita con su energía. Decidí entonces reencauzar la conversación…

–Decime, ¿nunca quisiste ni se te pasó por la cabeza tener algo conmigo? Yo ya te dije, nunca pensé que te tuviera en mis manos pero convengamos que cuando me invitaste pensé que alguna chance tenía… –le pregunté.

–Bueno niño, no sé, cuando nos vimos en la piscina te encontré guapo y nada más, entonces, dedicas una miradilla y ves si tienes respuesta del otro lado, es una buena sensación el saber que todavía tienes algo, que puedes atraer a alguien. –contestó zafando y agregó– Entonces alguien se acerca a hablarme –tú–, y la adrenalina que recorre mi cuerpo me hace continuar, pero en el fondo sé que termina ahí, porque es lo que corresponde; hasta ahí está bien, más sería peligroso.

–¿Entonces a lo único que debo quejarme es al destino por haberte puesto en mi camino justo cuando ya tenés pareja? –indagué.

–Quizás…

–Entonces… si las cosas fueran distintas, ¿vos me hubieras dado bola?

–Pero no son distintas –me contestó como quejándose ella misma de la cochinada que nos acababa de hacer el destino.

–Ya está, me conforma tu respuesta –le dije riendo.

Era verdad, es decir, por un lado con mi conformidad le quitaba un poco de presión a ella que ya no sabía para dónde correr. Es que sé cuánta pasión le pongo a lo que quiero y entonces por momentos puedo abrumar. Y por otro lado, de verdad me conformaba su respuesta. Ella era la primera chica en muchos años a la que yo abordaba sólo por el hecho de haber intercambiado miradas. Mi autoestima nunca me da para hacerlo más seguido. Esta vez sentía algo; algo dentro de mí que me decía que no podía dejar pasar a esta mujer. Y de haberme dicho que no le movía un pelo, hubiera caído en mis conocidos bajones anímicos. Por lo menos, podía echarle la culpa al destino.

–Quizás en otra vida –me dijo abrazándome con su mirada.

–Así será, pero debo advertirte: en aquella otra vida vas a tener que ser vos la que tome la iniciativa –le dije al notar que entreabría la puerta–, porque mi falta de confianza hace que si me rechazan una vez, no vuelva a intentarlo, y ayer fui rechazado.

Ella notó que me reía al hablarle. Que no estaba apesadumbrado como el día anterior. Se rió también y me dijo que lo pensaría. Ya eran las dos de la mañana; ella trabajaba al día siguiente y yo tenía que volver a Platja d’Aro para seguir trabajando. Mientras me quitaba la ropa del día, ella aprovechó y se metió en la cama. Con un poco de pudor pasé delante de ella en calzoncillos hasta encontrar mi lugar en la cama. Sí, otra vez en su cama. Otra vez dormir al lado de una belleza que pasmaba, al lado de una chica que sabía cómo tenerme siempre ahí, pese a que eso era lo único que quería, al lado de una mujer que cuando le caés bien, no tiene ningún problema en ayudarte más de lo que corresponde para sacarte del embrollo.

Me metí bajo sus sábanas y sentí el calor que irradiaba su humanidad como una cálida primavera para mi cuerpo. Toda la conversación me da vueltas en la cabeza. Muero por abrazarla contra mí. No me imagino tocándole el culo, simplemente quiero abrazarla, sentir su cuerpo contra el mío. Siento que ella da vueltas sobre la cama. Me estoy desesperando, se me hace imposible pensar en dormir, pensar en mañana, pensar en nada. Una vez más, sólo ella habita mi mente. Ella sigue dando vueltas buscando su mejor posición. Para un costado, para el otro, boca abajo; nada. Ahora se pone boca arriba. Yo por mi parte, no me moví un centímetro: es que yo sí encontré mi mejor posición, estoy recostado a la derecha, estoy de frente a ella y no encuentro mejor manera de acostarme. El silencio de la nada lo corta ella murmurando algo ininteligible, pero con claro malestar.

–¿Qué pasa? –le pregunto.

–Es que no me puedo dormir –contestó.

–¿Qué te pasa mamucha?

–Nada –me dijo. Al mismo tiempo que contestó ese “nada”, me tomó la mano y giró hacia la derecha, llevándome consigo, como si se hubiera abrigado con mi cuerpo. Ella quedó recostada hacia el borde de la cama, y yo estaba atrás de ella, abrazándola como lo había delirado hacía sólo un minuto. Yo me quedé paralizado, me tomó totalmente desprevenido su actitud y, mientras me apoyaba sobre ella, me sinceré:

–No sé qué hacer –le dije recordando en mi cabeza todas las veces que me había dicho que no tendría nada conmigo.

–Yo sí –sentenció ella y fueron las últimas palabras de aquella noche. Ya no hubo tiempo para más charlas.

Se recostó sobre el lecho y atrajo mi cuerpo sobre ella. Me besó y al hacerlo sentí que ya ninguna experiencia en todo el viaje superaría lo que quedaba de esa noche. La besé yo y la aferré contra mí. Me cansé de besarla, me cansé de acariciarla, de sentirla mía aunque fuera sólo por esa noche. La miré a la cara, sin creer lo que estaba frente a mí. Acaricié su rostro, delicado como el pétalo de una flor. Bajé mi mano y recorrí su cuerpo. Le quité la remera y recosté mi torso contra su pecho desnudo. Es imposible de explicar la sensación de hacer eso por primera vez. Sentir su cuerpo contra el mío, sin inventos textiles del hombre; sólo ella y yo, abrazándonos. Seguí recorriendo su humanidad con mis manos, llevaba un ritmo delicado pero firme. Sentí sus pechos, de un tamaño ideal para su precioso cuerpo. Los besé mientras mis manos viajaban hacia el sur. Encontré su entallada cadera. Sus muslos me tomaron del cuello y no me soltaron más. Bebí largo rato de ella, sólo escuchaba sus gemidos, mientras estrujaba las sábanas conteniendo un placer que estaba golpeando a la puerta. Acaricié su sexo y sentí todo su cuerpo estremecerse sobre mí. Tomó mi masculinidad con su diestra y la agrandó más de lo que ya estaba, casi ordenándome que la penetre. Le susurré algo al oído, nunca olvidaré lo que le dije. Nunca mientras viva. Ella también susurró. Gimió. Gozó. Gozamos. Esa noche la amé.

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