NO SOY PARANOICO, SOY PERSPICAZ

lunes, 9 de marzo de 2009

Catalunya Somnolienta - Capítulo IX

Esa noche no dormí. Me la pasé dando vueltas en la cama, en su cama, y con ella al lado, sin poder pegar un ojo. A veces la miraba dormir, pero era hermosa y me hacía mal. Entonces me daba vuelta y quedaba mirando la pared, tan fría como inofensiva. No podía creer lo que me estaba pasando; no la entendía a ella. ¿Qué fue lo que malinterpreté? Si yo ya le había dicho que me iba a olvidar de ella y justo en ese momento me llama, como diciendo: “ey, no me olvides, no me saques de tu cabeza”.
Al día siguiente se levantó a las 8, ya que entraba a trabajar a las 9 y tenía que tomar el metro. La miré mientras se cambiaba, y la veía tan inalcanzable como la vi al principio, aquel día en el camping. Ella me devolvió la mirada, y en su expresión imaginé lo que hubiera querido decirme: “Perdón niño –siempre me llamaba niño–, pero yo apunto más alto. No puedo arriesgar lo que tengo por esto”. Abandonó el departamento a las 8.30 y me dejó las llaves, ya que yo iría después a recorrer Barcelona.
Quedé solo en el pequeño piso. Me sentía más solo de lo que ya estaba. Tenía ante mí una ciudad maravillosa, de las más lindas del mundo, que me esperaba para que la conociera y, sin embargo, no tenía siquiera fuerzas para levantarme de esa cama. Estaba realmente deprimido. Mi abatimiento, como un grifo que gotea, repercutía en mi cabeza, recordándome cada cinco segundos lo horrible que era mi vida. Estudié la habitación; olía a ella. Su fragancia penetraba hasta mi cerebro y me dejaba idiota. En la mesita de luz había una foto de ella. La observé. La encontré sonriente, parecía disfrutar de ese momento retratado por la cámara. A su lado, también contento, un tipo en el que adiviné a su novio. Y rodeándolos, el marco. Claro como el agua: no había lugar ahí para mí.
Se levantó Gonzalo de su silla, golpeado por lo que él mismo acababa de decir. Fue a preparar algo de comer para los dos –que no pasaría de unos tallarines con salsa mixta– y, cuando ya estaba colando los fideos, sonó el teléfono. Era su madre, Graciela, que lo llamaba desde el consulado italiano en Rosario. Hacía dos años que Graciela tramitaba ahí la ciudadanía italiana para toda su familia, para así poder entrar y salir de Europa sin tener que esperar por un visado laboral y otras yerbas. Ahora, con el papeleo casi en su final, necesitaba que Gonzalo buscara su pasaporte, porque al día siguiente debería ella presentar el de toda la familia para darle curso al asunto. Gonzalo fue a buscar el documento, buscó en su mesita de luz, en el cajón de ésta, en el ropero, en las repisas, en fin, dio vuelta la habitación y no pudo encontrar el pequeño cuadernito azul. “Mamá, no lo encuentro, dejame que lo busque bien y después te lo doy” –dijo el Gordo a su madre, y colgó.
–¿Sabés que creo que perdí mi pasaporte? –le dijo Gonzalo a Alejandro. No sé dónde mierda lo dejé, no lo encuentro por ningún lado.
–Bueno, se nota que de boludo no tenés sólo la cara –arremetió el Negro–. Sólo a vos se te ocurriría perder el pasaporte.
–Sí che, lo perdí, ya revisé toda la casa y no está. ¡Qué pelotudo! ¿Dónde mierda está? –se enojó con sí mismo el Gordo mientras terminaba de chequear si su pasaporte estaba o no debajo de la alfombra del baño. Bueno, dejame que siga contándote mi sueño…
Finalmente tomé coraje y me levanté. Dejé su casa y me fui a desayunar a un bar de la cuadra. Las donuts y el café con leche me dieron envión para empezar el día –supongo que habrá sido el azúcar– y me tomé el metro. Me bajé en el corazón de la ciudad, para ver la obra que hace latir a Barcelona: la Sagrada Familia. Una construcción colosal, sin terminar, que fue diseñada por Antoni Gaudí en el siglo XIX. El edificio es majestuoso, imponente. En realidad otro había sido el arquitecto, pero al dimitir éste por diferencias con los interesados en la construcción de la iglesia, el proyecto quedó en manos de Gaudí. La obra fue comenzada en 1882, y tiene una altura de 170 metros. Pese a que Gaudí murió en los albores del siglo XX, atropellado por un tranvía en 1926, su sueño se completa día a día con la donación que fieles de todo el mundo hacen diariamente en sus visitas.
Había gente de todas partes del globo contemplando la maravillosa obra. Españoles, los reconozco porque visten mal si son mayores, y visten a la moda si son jóvenes, con corte de pelo “a lo Niño Torres” incluido. Argentinos, fáciles de detectar porque los escuchás hablar y salpican alardes por todos lados: es al pedo, siempre fanfarrones. También veo marroquíes, donde el hombre va vestido con zapatos, pantalón de vestir y camisa, obvio que siempre con barba o bigotes, mientras que las mujeres todavía llevan en la cabeza esa prenda a mitad de camino entre pañuelo y turbante. Los tipos andan siempre como enojados, y no me fío de ellos. Hay africanos, normalmente de Gambia o Senegal, que llegan a España desde “cayucos” –que son balsas precarias– con la esperanza de vencer el hambre. Igualmente, siempre están con buena onda. Después están los latinos (peruanos, brasileños, colombianos, bolivianos, mexicanos, etc.). Los reconozco por su tez morena y porque siempre van con pulseras, aros, anillos y collares adornando sus cuerpos. Hay chinos y japoneses, unos vendiendo chucherías, otros sacando fotos a la iglesia. Está lleno de “guiris”, que es el calificativo que reciben en España los extranjeros, especialmente los de piel rosita (ingleses, holandeses, daneses, yanquis, etc.). Siempre bien vestidos, y con cámara en mano, aunque no tanto como los Hijos del Sol Naciente, claro. Finalmente, descifro a los rumanos, normalmente vestidos con indumentaria deportiva, con el pelo muy corto, rubios y con ojos claros. Siempre dan la sensación de estar en algo raro, aunque sólo estoy prejuzgando.
Frente a la entrada de la iglesia había una plaza, donde estaba toda esta gente sacando fotos, filmando, artistas realizando pinturas de la obra maestra, o gente vendiendo el “merchandising no oficial de la Sagrada Familia”, por llamarlo de alguna manera. Me tomé yo también fotos desde todos los ángulos. Finalmente, encontré el lugar perfecto para inmortalizar la escena: un laguito, una pequeña arboleda, la iglesia de fondo, y yo, por supuesto, delante de todo. Le pedí a una pareja de canadienses que me retraten y dejé mi bolso de viaje y mi riñonera al pie de ellos. Cuando hubo terminado chequeamos que estuviera bien la foto, les agradecí y me volví a tomar mis cosas. Entonces, mi sorpresa fue enorme: ¡me faltaba la riñonera!

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