NO SOY PARANOICO, SOY PERSPICAZ

lunes, 30 de marzo de 2009

Catalunya Somnolienta - Capítulo XII

–Hola niño, ¿que tal has terminado el día? –me dijo mientras cerraba la puerta de entrada de su departamento.

–No sé, se podría decir que por lo menos conocí también la cara buena de tu ciudad. Sinceramente me parece hermosa.

–¡Bueno claro, que no son todos ladrones aquí!

–No, no, lo sé… Fui a ver la cancha del Barça y también visité el parque Güell. Extraordinario. Después caminé por el Passeig de Gràcia, y por Las Ramblas. Fui hasta la zona del puerto y estuve caminando por ahí. Traté de relajarme, de olvidarme de algún golpe que la vida me asestó.

–¿Has hecho la denuncia ya? –me preguntó.

–Sí, ya fui. También me dieron un turno en el consulado argentino para hacerme un pasaporte provisorio; sino, no podría volverme. Igual, no hablaba de ese golpe…

–Niño, otra vez con eso. Yo estoy intentando organizar de nuevo mi vida, ¿sabes? Yo he cometido pecados de juventud, me casé en el pasado, me separé y estoy intentando rehacer todo. No podría resistir estar sola otra vez, y entonces no puedo tirarlo todo al diablo por una aventura.

–Ya sé, es que para mí no se trata de una aventura. Y no digo que me vaya a quedar acá a vivir, ni que seas el amor de mi vida, pero es que me moviste el piso muy fuerte, ¿me entendés? Pusiste una sal que hacía rato no sentía en mi vida. Me siento feliz.

–Una vez escuché a alguien hablar acerca de la gente buscando la felicidad en su vida. Este tío decía que en realidad nunca se encuentra la felicidad eterna, simplemente hay que aprovechar los pequeños momentos de felicidad efímera que encontramos. –me dijo.

–Me estás dando la razón. Hoy me acaban de robar, a trece mil kilómetros de mi casa, solo como un perro y en una ciudad que no conozco, y estoy feliz, feliz porque simplemente puedo volver a verte. –le dije con la mirada clavada en sus ojos.

–Niño: el tiempo borra todo, dentro de un año, tú de nuevo en Argentina y no me recordarás, y no está mal que así sea. –me dijo y, pese a que sonaba frío, noté sus ojos encendidos, casi como los míos, como si ella sintiera la necesidad de borrarme de su mente pero no pudiera.

La conversación se volvió más banal, la tele estaba encendida y entonces sólo hacíamos comentarios sobre la patética programación a esas horas. Hablamos horas y horas, yo la miraba, la veía reírse y me esforzaba en hacer algún comentario idiota, sólo para que vuelva a reír. Era sencillamente encantadora. Ya se había puesto cómoda, vestía un pantalón de algodón negro –que le dibujaba una gloriosa figura– y una remerita blanca sin mangas. El resto de la escena lo adornaba ella solita con su energía. Decidí entonces reencauzar la conversación…

–Decime, ¿nunca quisiste ni se te pasó por la cabeza tener algo conmigo? Yo ya te dije, nunca pensé que te tuviera en mis manos pero convengamos que cuando me invitaste pensé que alguna chance tenía… –le pregunté.

–Bueno niño, no sé, cuando nos vimos en la piscina te encontré guapo y nada más, entonces, dedicas una miradilla y ves si tienes respuesta del otro lado, es una buena sensación el saber que todavía tienes algo, que puedes atraer a alguien. –contestó zafando y agregó– Entonces alguien se acerca a hablarme –tú–, y la adrenalina que recorre mi cuerpo me hace continuar, pero en el fondo sé que termina ahí, porque es lo que corresponde; hasta ahí está bien, más sería peligroso.

–¿Entonces a lo único que debo quejarme es al destino por haberte puesto en mi camino justo cuando ya tenés pareja? –indagué.

–Quizás…

–Entonces… si las cosas fueran distintas, ¿vos me hubieras dado bola?

–Pero no son distintas –me contestó como quejándose ella misma de la cochinada que nos acababa de hacer el destino.

–Ya está, me conforma tu respuesta –le dije riendo.

Era verdad, es decir, por un lado con mi conformidad le quitaba un poco de presión a ella que ya no sabía para dónde correr. Es que sé cuánta pasión le pongo a lo que quiero y entonces por momentos puedo abrumar. Y por otro lado, de verdad me conformaba su respuesta. Ella era la primera chica en muchos años a la que yo abordaba sólo por el hecho de haber intercambiado miradas. Mi autoestima nunca me da para hacerlo más seguido. Esta vez sentía algo; algo dentro de mí que me decía que no podía dejar pasar a esta mujer. Y de haberme dicho que no le movía un pelo, hubiera caído en mis conocidos bajones anímicos. Por lo menos, podía echarle la culpa al destino.

–Quizás en otra vida –me dijo abrazándome con su mirada.

–Así será, pero debo advertirte: en aquella otra vida vas a tener que ser vos la que tome la iniciativa –le dije al notar que entreabría la puerta–, porque mi falta de confianza hace que si me rechazan una vez, no vuelva a intentarlo, y ayer fui rechazado.

Ella notó que me reía al hablarle. Que no estaba apesadumbrado como el día anterior. Se rió también y me dijo que lo pensaría. Ya eran las dos de la mañana; ella trabajaba al día siguiente y yo tenía que volver a Platja d’Aro para seguir trabajando. Mientras me quitaba la ropa del día, ella aprovechó y se metió en la cama. Con un poco de pudor pasé delante de ella en calzoncillos hasta encontrar mi lugar en la cama. Sí, otra vez en su cama. Otra vez dormir al lado de una belleza que pasmaba, al lado de una chica que sabía cómo tenerme siempre ahí, pese a que eso era lo único que quería, al lado de una mujer que cuando le caés bien, no tiene ningún problema en ayudarte más de lo que corresponde para sacarte del embrollo.

Me metí bajo sus sábanas y sentí el calor que irradiaba su humanidad como una cálida primavera para mi cuerpo. Toda la conversación me da vueltas en la cabeza. Muero por abrazarla contra mí. No me imagino tocándole el culo, simplemente quiero abrazarla, sentir su cuerpo contra el mío. Siento que ella da vueltas sobre la cama. Me estoy desesperando, se me hace imposible pensar en dormir, pensar en mañana, pensar en nada. Una vez más, sólo ella habita mi mente. Ella sigue dando vueltas buscando su mejor posición. Para un costado, para el otro, boca abajo; nada. Ahora se pone boca arriba. Yo por mi parte, no me moví un centímetro: es que yo sí encontré mi mejor posición, estoy recostado a la derecha, estoy de frente a ella y no encuentro mejor manera de acostarme. El silencio de la nada lo corta ella murmurando algo ininteligible, pero con claro malestar.

–¿Qué pasa? –le pregunto.

–Es que no me puedo dormir –contestó.

–¿Qué te pasa mamucha?

–Nada –me dijo. Al mismo tiempo que contestó ese “nada”, me tomó la mano y giró hacia la derecha, llevándome consigo, como si se hubiera abrigado con mi cuerpo. Ella quedó recostada hacia el borde de la cama, y yo estaba atrás de ella, abrazándola como lo había delirado hacía sólo un minuto. Yo me quedé paralizado, me tomó totalmente desprevenido su actitud y, mientras me apoyaba sobre ella, me sinceré:

–No sé qué hacer –le dije recordando en mi cabeza todas las veces que me había dicho que no tendría nada conmigo.

–Yo sí –sentenció ella y fueron las últimas palabras de aquella noche. Ya no hubo tiempo para más charlas.

Se recostó sobre el lecho y atrajo mi cuerpo sobre ella. Me besó y al hacerlo sentí que ya ninguna experiencia en todo el viaje superaría lo que quedaba de esa noche. La besé yo y la aferré contra mí. Me cansé de besarla, me cansé de acariciarla, de sentirla mía aunque fuera sólo por esa noche. La miré a la cara, sin creer lo que estaba frente a mí. Acaricié su rostro, delicado como el pétalo de una flor. Bajé mi mano y recorrí su cuerpo. Le quité la remera y recosté mi torso contra su pecho desnudo. Es imposible de explicar la sensación de hacer eso por primera vez. Sentir su cuerpo contra el mío, sin inventos textiles del hombre; sólo ella y yo, abrazándonos. Seguí recorriendo su humanidad con mis manos, llevaba un ritmo delicado pero firme. Sentí sus pechos, de un tamaño ideal para su precioso cuerpo. Los besé mientras mis manos viajaban hacia el sur. Encontré su entallada cadera. Sus muslos me tomaron del cuello y no me soltaron más. Bebí largo rato de ella, sólo escuchaba sus gemidos, mientras estrujaba las sábanas conteniendo un placer que estaba golpeando a la puerta. Acaricié su sexo y sentí todo su cuerpo estremecerse sobre mí. Tomó mi masculinidad con su diestra y la agrandó más de lo que ya estaba, casi ordenándome que la penetre. Le susurré algo al oído, nunca olvidaré lo que le dije. Nunca mientras viva. Ella también susurró. Gimió. Gozó. Gozamos. Esa noche la amé.

lunes, 23 de marzo de 2009

Catalunya Somnolienta - Capítulo XI

Eran las once de la mañana cuando Gonzalo agarró su bicicleta rojinegra y pedaleó rumbo a la casa de su amigo. Vivían relativamente cerca, unas veinticinco cuadras, lo cual no es mucho en la ciudad de Rosario. Avanzó por la avenida Pellegrini, la más característica de Rosario, y dobló en contramano por Mitre para hacer dos cuadras y llegar a lo del Negro.
Tocó el timbre y nadie respondió. Tocó de nuevo. Nada. Golpeó la puerta con la mano, suavemente primero, luego más fuerte, después enfadado y, finalmente, dando lugar a las patadas. Nada. Bordeó la casa, llegó a la ventana de la cocina y la empujó. Afortunadamente estaba abierta, y entonces se metió en la casa de su amigo. Buscó en el comedor, en el living, en el baño. Nada. Fue a la habitación y ahí estaba, despanzurrado sobre la cama, roncando a más no poder.

–¡Levantate gordo boludo! –le gritó Gonzalo, e insistió al no encontrar respuesta en aquél– ¡Dale pelotudo!
Se sobresaltó Alejandro al escuchar los gritos y vio a su amigo parado al pie de la cama. Se asustó primero, pero después se tomó su tiempo para desperezarse. Tras estirarse como nunca, preguntó:
–¿Quién murió?
–Nadie, idiota. Me dijiste ayer que venga a tu casa, acá estoy.
–Gordo hijo de puta, pero ¿por qué me hacés madrugar?
–Negro boludo, ya son las once y media.
–Uh, odio esta hora, no sé si desayunar o pensar en el almuerzo. Bueno, me clavo un par de alfajores y a la mierda. Vamos al comedor.
Se acercaron al comedor y Alejandro sacó de un estante contra la pared, una caja con una docena de alfajores Havanna, los más ricos de Argentina, que tienen su origen en Mar del Plata, la ciudad costera donde todo el país veranea desde hace más de cien años. Igual, el Negro no pensó ni en Mar del Plata, ni en el veraneo, ni en nada más cuando sacó los alfajores. Pensó en su hambre.
–Bueno dale Gordo, seguí. –dijo Ale mientras atacaba al primer alfajor– Habías quedado en que te robaron la riñonera, con el pasaporte y toda la bocha, y me dijiste que fue el mejor día que pasaste en España… Contame.
Apenas me di cuenta que me robaron, quedé aturdido, no sabía para dónde correr, no tenía idea de qué hacer, por dónde empezar. Empecé a correr rumbo a algún cajero, porque me robaron la tarjeta de débito pero mantenía una libretita que te dan, y que te permite hacer extracciones. Encontré uno y por suerte pude sacar casi toda la plata; tené en cuenta que ya era 20 de septiembre, y tenía casi todos los ahorros de lo trabajado en aquel verano. Le pedí a Dios que no se olvide de mí, aunque nunca lo hace. A los cinco minutos me llamó Laia. Claro, era mediodía y me llamaba para ver si nos encontrábamos para ir a comer algo, es lo que podría pensar cualquiera. Yo en cambio, creo que fue Dios, que me escuchó una vez más, y mandó a aquel ángel suyo para que me tranquilizara. Me ayudó a cancelar la tarjeta y quedamos en encontrarnos en la plaza Catalunya, el corazón mismo de Barcelona.
Pleno mediodía, esa plaza es un auténtico conglomerado de gente, parece una ciudad en sí misma. Se hace imposible caminar sin chocarse con alguien. Imagino muy difícil encontrar a Laia en semejante lugar. No obstante, la veo. Es que viene caminando y juraría que tiene como un aura que la rodea, un brillo, un resplandor. La veo y parece que estuviera sola. Es como aquella vez en la pileta, la primera vez que la vi: ya no veo a nadie más, parece tener algún poder que hace que desaparezca la gente a su alrededor. La dulzura de su voz al decirme simplemente: “Hola niño, ¿qué te ha pasado?” me pone de buen humor. Casi olvido que me acaban de robar. Igualmente le explico todo lo sucedido y ella, tras tranquilizarme un poco, me invita a comer algo. Así se hacen las dos y se tiene que ir nuevamente al trabajo. Maldigo para mis adentros que tenga que volver a irse, ya no porque la necesite, sino porque simplemente la quiero a mi lado.
La acompañé al metro, la vi irse otra vez de mis manos, y quedé nuevamente solo con Barcelona, a la que decido darle una nueva chance. Me voy a recorrer lo que me queda: la Villa Olímpica, el Camp Nou, el Parque Güell, etc. Cada lugar que veo me parece fascinante, y aún así, no veo la hora que se haga de noche para volver a ver a Laia. Alguien me podrá decir que esa no sería manera de aprovechar un viaje. Yo no encuentro mejor manera de hacerlo.
Como esa noche no podríamos cenar juntos porque ella tenía que visitar a una amiga, me quedé por el centro y no comí más que un sándwich –un bocadillo, como dicen ellos– de lomo y pimiento. Riquísimo; esta gente sabe comer, se nota. No obstante, está claro que no pensaba mucho en este bocadillo, sino en otras cosas. Laia ahora sumaba más puntos de los que ya había reunido antes. Es que a toda la descripción física que pude hacer de su belleza, y a toda su simpatía y tranquilidad al hablar, le tenía que agregar todo lo que se había movido y preocupado para ayudarme en el robo. Parecía como que le había pasado a ella. Siempre vas a escuchar las frases hechas como “es lo que vos hubieras hecho por mí”, pero todos sabemos que no es así. Ella y yo reuníamos, contando todo momento, no más de doce o quince horas juntos, y muchas de ellas durmiendo, así que tampoco se podría haber preocupado mucho. Aún así, la tuve a mi lado cuando la necesité, y eso casi vale más que su belleza y su candidez. Casi… bueno es que es muy linda, hay que verla y entenderlo, nada más.
Llegué a su casa a las nueve, me bañé y encendí la tele. Nada era interesante, el que no hablaba en catalán era algún salame de Madrid que no decía nada, y aburría hasta el hartazgo. Además, había tenido un día agotador, y sólo quería estar tirado un rato en el sofá. Casi quedándome dormido, escucho el timbre. Laia, que me había dado sus llaves, estaba abajo. Le abro con el portero eléctrico y espero que suba.

lunes, 16 de marzo de 2009

Catalunya Somnolienta - Capítulo X

–¡No! ¿Te robaron? –se sorprendió Ale, e inquirió. Fue la pareja ¿no? ¿Los corriste?
–No, miré a la pareja de arriba abajo y ellos no fueron. Lo peor de todo fue ni siquiera darme cuenta que me robaron. Yo, argentino, advertido de oportunistas habidos y por haber, no la vi venir y caí como un salame. Después se acercó un viejo con acento italiano, diciéndome que había visto a un chico salir corriendo.
–¡Qué garrón! ¿Qué perdiste? ¿Tenías mucha guita?
–Cerca de cien euros. Pero además tenía mi tarjeta de débito y mi… pasaporte.
Al decir esta última palabra ambos se dieron una mirada cómplice.
–Dale boludo, ahora ya sabés dónde está tu pasaporte. Vos seguí pensando que es un sueño nomás. –le dijo el Negro desde el sarcasmo.
–No pienso que fue un sueño –contestó el Gordo aturdido– estoy seguro que fue un sueño.
–Sí, un sueño lleno de realismo, por lo que escucho…
–Surrealismo, un sueño repleto de surrealismo, es una idea totalmente inverosímil. No te fijes en los detalles como si me robaron o dejaron de robar, fijate en la idea principal. En esta chica de fantasía, con actitudes ambiguas para conmigo, a trece mil kilómetros de casa. Todo es producto de mi cabeza, producto de mi viaje frustrado y producto también de lo que yo imagino como la mujer ideal, la mujer que querría a mi lado para siempre.
–Pero si hace rato que me venís rompiendo las pelotas con que no te sentís feliz estando en pareja. –se quejó Ale.
–Dijiste la palabra clave: feliz. Todos y cada uno de los minutos que pasé con ella fui feliz. No sé si quería que fuese mi pareja, simplemente la quería al lado mío. No tengo otra forma de imaginar la felicidad que no sea viendo su rostro, que no sea escucharla hablar, que no sea sintiendo su fragancia. Si toda mi vida transcurriera pudiendo estar con ella, creo que por más que no hubiera nada entre nosotros sería el tipo más feliz del mundo.
No obstante todo lo lindo que Gonzalo acababa de decir de sus sentimientos por Laia, igual se le pasaba por la cabeza ahora que quizás no había sido un sueño. Contemplaba su tobillera hecha con la senyera, recordaba que ya no tenía pasaporte, eran signos claros de que él había estado en Barcelona. Por su parte, Ale volvía a estar seguro de que su amigo se había ausentado de Rosario por cuatro meses, aunque cayó en sus viejas dudas cuando recordó la tarjeta de teléfono sin usar, o la foto en la radio.
Volvió a su casa el Negro, tratando de recordar alguna pista para dilucidar si lo de Gonzalo había sido un sueño o si en verdad había viajado a España. De ser esto último, naturalmente que todo su relato habría sido algo que en realidad pasó. Justo en el momento en que abría la puerta de entrada a su casa, pareció recordar algo: le había prestado dinero de sus ahorros al Gordo para que éste pudiera viajar, ya que de otra manera le hubiera resultado imposible pagar el pasaje al viejo continente. Corrió inmediatamente hacia su habitación y empujó la mesita de luz. Vio tras el mueble y movió un gancho de la pared, que parecía sujetar un panel de ésta. Al hacerlo, la placa cayó y dejó al descubierto un pequeño hueco con una caja metálica dentro. Alejandro tomó la caja y la abrió. Para su sorpresa, no le faltaba nada de todo el dinero que había ahorrado producto de sus propios viajes a España. Esto podía significar, tanto que el de Gonzalo fue un sueño y entonces jamás le prestó la plata, o que fue realidad, que se la prestó, pero que el Gordo se la devolvió apenas llegó. Había sólo una manera de averiguarlo: llamar al Gordo y que él le saque la duda.
Seguía Gonzalo recordando su sueño fantástico, pensando en esa chica que le impedía pegar un ojo.
“Qué lindo sería conocerla un día, llegar a encontrarme un día con una chica así, que me mueva tantos sentimientos –pensaba–. Es que a esta altura del partido, ya ni me importa que no me dé pelota. Lo importante es que exista en mi vida. Creo que es preferible tener un sentimiento de desamor, tener una profunda desazón, que no sentir nada en absoluto. Es preferible sufrir un poco, que no encontrar motivación alguna en la vida.” –deliraba mientras sonó el teléfono…
–Es como dijo Alejandro Dolina: –dijo Gonzalo al levantar el tubo– “…pero este hombre ha nacido en Flores, y no tiene ninguna intención de gambetear al dolor”
–Gordo boludo, naciste en Rosario, no en Flores. –contestó el Negro tras escuchar semejante absurdo de alguien que acaba de atender un teléfono– Che, te llamaba para agradecerte por devolverme toda la guita que te presté…
–¿Qué guita me prestaste? –preguntó Gonzalo sorprendido.
–Cuando vos viajaste, ¿no me pediste plata?
–¡Boludo! ¡Ni viajé ni te pedí plata!
–¡La puta madre, nada cierra! Creo que tenés razón Gonzalo, quizás fue todo un sueño. Bueno, te dejo, venite mañana a casa y la seguimos eh, me tenés que terminar de contar ese día de mierda en el que te robaron.
–Pará, pará… lo de “día de mierda” lo dijiste vos. Ese día, el día que me robaron, fue sin duda alguna el mejor de toda mi onírica estadía en España.

lunes, 9 de marzo de 2009

Catalunya Somnolienta - Capítulo IX

Esa noche no dormí. Me la pasé dando vueltas en la cama, en su cama, y con ella al lado, sin poder pegar un ojo. A veces la miraba dormir, pero era hermosa y me hacía mal. Entonces me daba vuelta y quedaba mirando la pared, tan fría como inofensiva. No podía creer lo que me estaba pasando; no la entendía a ella. ¿Qué fue lo que malinterpreté? Si yo ya le había dicho que me iba a olvidar de ella y justo en ese momento me llama, como diciendo: “ey, no me olvides, no me saques de tu cabeza”.
Al día siguiente se levantó a las 8, ya que entraba a trabajar a las 9 y tenía que tomar el metro. La miré mientras se cambiaba, y la veía tan inalcanzable como la vi al principio, aquel día en el camping. Ella me devolvió la mirada, y en su expresión imaginé lo que hubiera querido decirme: “Perdón niño –siempre me llamaba niño–, pero yo apunto más alto. No puedo arriesgar lo que tengo por esto”. Abandonó el departamento a las 8.30 y me dejó las llaves, ya que yo iría después a recorrer Barcelona.
Quedé solo en el pequeño piso. Me sentía más solo de lo que ya estaba. Tenía ante mí una ciudad maravillosa, de las más lindas del mundo, que me esperaba para que la conociera y, sin embargo, no tenía siquiera fuerzas para levantarme de esa cama. Estaba realmente deprimido. Mi abatimiento, como un grifo que gotea, repercutía en mi cabeza, recordándome cada cinco segundos lo horrible que era mi vida. Estudié la habitación; olía a ella. Su fragancia penetraba hasta mi cerebro y me dejaba idiota. En la mesita de luz había una foto de ella. La observé. La encontré sonriente, parecía disfrutar de ese momento retratado por la cámara. A su lado, también contento, un tipo en el que adiviné a su novio. Y rodeándolos, el marco. Claro como el agua: no había lugar ahí para mí.
Se levantó Gonzalo de su silla, golpeado por lo que él mismo acababa de decir. Fue a preparar algo de comer para los dos –que no pasaría de unos tallarines con salsa mixta– y, cuando ya estaba colando los fideos, sonó el teléfono. Era su madre, Graciela, que lo llamaba desde el consulado italiano en Rosario. Hacía dos años que Graciela tramitaba ahí la ciudadanía italiana para toda su familia, para así poder entrar y salir de Europa sin tener que esperar por un visado laboral y otras yerbas. Ahora, con el papeleo casi en su final, necesitaba que Gonzalo buscara su pasaporte, porque al día siguiente debería ella presentar el de toda la familia para darle curso al asunto. Gonzalo fue a buscar el documento, buscó en su mesita de luz, en el cajón de ésta, en el ropero, en las repisas, en fin, dio vuelta la habitación y no pudo encontrar el pequeño cuadernito azul. “Mamá, no lo encuentro, dejame que lo busque bien y después te lo doy” –dijo el Gordo a su madre, y colgó.
–¿Sabés que creo que perdí mi pasaporte? –le dijo Gonzalo a Alejandro. No sé dónde mierda lo dejé, no lo encuentro por ningún lado.
–Bueno, se nota que de boludo no tenés sólo la cara –arremetió el Negro–. Sólo a vos se te ocurriría perder el pasaporte.
–Sí che, lo perdí, ya revisé toda la casa y no está. ¡Qué pelotudo! ¿Dónde mierda está? –se enojó con sí mismo el Gordo mientras terminaba de chequear si su pasaporte estaba o no debajo de la alfombra del baño. Bueno, dejame que siga contándote mi sueño…
Finalmente tomé coraje y me levanté. Dejé su casa y me fui a desayunar a un bar de la cuadra. Las donuts y el café con leche me dieron envión para empezar el día –supongo que habrá sido el azúcar– y me tomé el metro. Me bajé en el corazón de la ciudad, para ver la obra que hace latir a Barcelona: la Sagrada Familia. Una construcción colosal, sin terminar, que fue diseñada por Antoni Gaudí en el siglo XIX. El edificio es majestuoso, imponente. En realidad otro había sido el arquitecto, pero al dimitir éste por diferencias con los interesados en la construcción de la iglesia, el proyecto quedó en manos de Gaudí. La obra fue comenzada en 1882, y tiene una altura de 170 metros. Pese a que Gaudí murió en los albores del siglo XX, atropellado por un tranvía en 1926, su sueño se completa día a día con la donación que fieles de todo el mundo hacen diariamente en sus visitas.
Había gente de todas partes del globo contemplando la maravillosa obra. Españoles, los reconozco porque visten mal si son mayores, y visten a la moda si son jóvenes, con corte de pelo “a lo Niño Torres” incluido. Argentinos, fáciles de detectar porque los escuchás hablar y salpican alardes por todos lados: es al pedo, siempre fanfarrones. También veo marroquíes, donde el hombre va vestido con zapatos, pantalón de vestir y camisa, obvio que siempre con barba o bigotes, mientras que las mujeres todavía llevan en la cabeza esa prenda a mitad de camino entre pañuelo y turbante. Los tipos andan siempre como enojados, y no me fío de ellos. Hay africanos, normalmente de Gambia o Senegal, que llegan a España desde “cayucos” –que son balsas precarias– con la esperanza de vencer el hambre. Igualmente, siempre están con buena onda. Después están los latinos (peruanos, brasileños, colombianos, bolivianos, mexicanos, etc.). Los reconozco por su tez morena y porque siempre van con pulseras, aros, anillos y collares adornando sus cuerpos. Hay chinos y japoneses, unos vendiendo chucherías, otros sacando fotos a la iglesia. Está lleno de “guiris”, que es el calificativo que reciben en España los extranjeros, especialmente los de piel rosita (ingleses, holandeses, daneses, yanquis, etc.). Siempre bien vestidos, y con cámara en mano, aunque no tanto como los Hijos del Sol Naciente, claro. Finalmente, descifro a los rumanos, normalmente vestidos con indumentaria deportiva, con el pelo muy corto, rubios y con ojos claros. Siempre dan la sensación de estar en algo raro, aunque sólo estoy prejuzgando.
Frente a la entrada de la iglesia había una plaza, donde estaba toda esta gente sacando fotos, filmando, artistas realizando pinturas de la obra maestra, o gente vendiendo el “merchandising no oficial de la Sagrada Familia”, por llamarlo de alguna manera. Me tomé yo también fotos desde todos los ángulos. Finalmente, encontré el lugar perfecto para inmortalizar la escena: un laguito, una pequeña arboleda, la iglesia de fondo, y yo, por supuesto, delante de todo. Le pedí a una pareja de canadienses que me retraten y dejé mi bolso de viaje y mi riñonera al pie de ellos. Cuando hubo terminado chequeamos que estuviera bien la foto, les agradecí y me volví a tomar mis cosas. Entonces, mi sorpresa fue enorme: ¡me faltaba la riñonera!

lunes, 2 de marzo de 2009

Catalunya Somnolienta - Capítulo VIII

El plan era dormir dos noches en su casa, porque después ya tenía que volver a Platja d’Aro para abrir la pileta del Vall Bravo una vez más. El 19 de septiembre llegué, ya pasadas las 10 de la noche, a Barcelona, a la estación de Sants. La verdad es que yo estaba medio perdido, por no decir total y absolutamente perdido. Sants es una de las estaciones más concurridas de Barcelona. Es un núcleo ferroviario, de metro y de autobuses, por lo que cualquier persona que quiera entrar o salir de la ciudad puede tranquilamente terminar en este lugar. Le hablé por teléfono, le dije mi ubicación como pude, y en veinte minutos llegó. Yo ya la había visto en bikini, pensé que sería insuperable, que ya nada en su imagen me sorprendería. Sin embargo, mi cuerpo se aflojó apenas la vi aparecer. Te aburriría volviéndotela a describir, pero creeme que estaba terrible. Esa mujer tiene que haber sido un sueño.
Le dije que ella eligiera el lugar para comer, así me enseñaba un poco de su ciudad. Tomamos el metro y bajamos en la Plaza Catalunya. Este lugar estaba lleno de gente de todas las nacionalidades. Por primera vez ponía un pie en una de esas ciudades cosmopolitas de las que tanto se habla. Había chinos, árabes, blancos, colorados, negros; había de todo. Empezamos a caminar por La Rambla, nos internamos en el casco antiguo de esta mágica ciudad y terminamos en un bar que vendía comida marroquí, dentro del Raval, el barrio más representativo de ese casco antiguo, junto con el Barrio Gótico. Comimos un shawarma cada uno. Jamás en mi vida había escuchado ese nombre, pero recuerdo habérselo preguntado como cinco veces, sólo para recordarlo por si alguna vez contaba esa historia. El shawarma es un pan árabe abierto al medio a modo de bolsillo, y en su interior se pone carne de pollo o de cordero, rallada y acompañada de cebolla, tomate, lechuga, mostaza, mayonesa, y toda clase de etcéteras. Lo comimos afuera del lugar, mientras caminábamos y continuábamos viendo una ciudad que no parece dormir jamás. Igualmente, mucho shawarma pero yo no paraba de mirarla. Disfrutaba de verla caminar, de verla enseñándome su tierra, de verla reír, de verla mirarme a mí también. Y cuando se hizo tarde, nos tomamos un taxi hasta su casa.
El departamento de Laia estaba situado en el Clot, un barrio de gente clase media, muy populoso, con muchos edificios y con avenidas que lo surcan, como la Meridiana, o como Aragón, que era la calle sobre la cual quedaba el piso en cuestión. Al llegar, encontré una sala de estar y cocina en el mismo lugar, y una habitación, más un baño, obvio. El lugar me pareció muy chico, y no paré de imaginarla a ella en su vida normal, sola en ese lugar. Supuse que se deprimiría con asiduidad, porque ni siquiera tenía ventanas que dieran a la calle. Es más, me dijo que mantenía la persiana de su pieza baja, porque lo único que encontraba era la mirada pervertida de unos extranjeros que vivían frente a ella. Nos sentamos en el sofá de la sala y nos quedamos hablando un rato. Yo lo único que pensaba en ese momento es cómo haría para besarla. Quería hacerlo e imaginé que ella no estaría en desacuerdo. De todos modos, no encontraba la manera de acercarme a ella, y si estás lejos, no es un buen síntoma. Finalmente la rodeé con mis brazos y me acerqué a ella. No me hizo una escena escandalosa para apartarme, pero me apartó totalmente. “Gonzalo, ya te expliqué, yo tengo novio, tengo una vida ya en curso, no puedo interrumpirla por nada” –me dijo. No sé si fue cuando me dijo “tengo novio”, o “tengo una vida”, o “no puedo interrumpirla”, o peor aún, “por nada” pero comencé a incomodarme –algo habitual en mí– mientras yo seguía disparando en una batalla plenamente perdida. “Yo no me creí que ya te tuviera en mis manos porque me hubieras invitado a dormir acá.” –le dije, y seguí– “Simplemente creí que podría ganarte en este día. Además, convengamos que me has dado señales ambiguas. Tu silencio inicial me dice que te olvide, después me invitás a tu casa y tengo que volver a tenerte en mi mente, y por si fuera poco, me das ese mensaje de que el destino es incierto. Claro que es incierto, y estoy tratando de escribirlo.” Ella estaba incómoda con el momento que le estaba haciendo vivir. Notó mi desequilibrio emocional, notó mis ojos, se llenaron los suyos de compasión, pensando vaya a saber Dios qué mierda, y dijo: “Mira, mejor terminemos aquí el día, nos vamos a dormir y punto”. Me saqué la ropa y me acosté en el sofá, mientras ella se iba a dormir con un pijama que parecía querer recordarme que me negó. La chica hermosa, que moraba bajo ese precioso pijama, me acababa de decir que no. Apagó la luz y quedamos totalmente a oscuras, separados por una delgada pared. Empecé a dar vueltas para acomodarme, no encontraba una posición favorable, y parece que hice muchos ruidos, porque me dijo: “Deja de dar vueltas ahí, ese sofá es incómodo, vente a dormir a mi cama.”
–¡Ah, bueno! ¡Entonces se te dio gordito! –gritó Ale emocionado.
–Pero ¿qué parte de la historia no entendiste? Me llamó a su cama para no hacer ruido, ¿no entendés? Ella no quería nada, simplemente me había invitado de onda a su casa, para que yo conozca la ciudad, y ahora que dormía en su sofá notaba que hacía mucho ruido, y entonces, con más onda aún, me invitó a su cama, pero no para hacer nada, sino para dormir.
–Pero qué… ¿ni siquiera lo intentaste? –preguntó el Negro boquiabierto.
–¡No! Ahí afloró finalmente el Gonzalo que vos conocés. Después de tanto animarme a hablarle y animarme a todo, llegó el Gonzalo que no soporta el rechazo. Está claro que nadie soporta el rechazo, pero sabés que yo lo tomo de una manera patética. No me sobrepongo, me duele mucho y quedo sin fuerzas para nada, simplemente maldigo a la vida y ya. Me sentía humillado, no por ella, ella no había hecho nada malo, pero estaba muy vulnerado. No podía articular palabra sin irritarme.
–Y… se fueron a dormir los dos en la misma catrera y ¿no pasó nada? –inquirió Ale desilusionado.
–Mirá, si la rocé fue durmiendo y no lo noté, así que sí, eso fue lo que pasó.
–¡Qué mierda de sueño! –gritó– ¿Eso es todo lo que te tiene sin dormir?
–No, todavía no llegué a lo que me tiene sin dormir… Esto es recién el comienzo de nuestra historia…