NO SOY PARANOICO, SOY PERSPICAZ

lunes, 2 de febrero de 2009

Catalunya Somnolienta - Capítulo IV

El Fabri llegó cerca de la una y media. Fabrizio –o Lucho, como lo llamaban– había sido compañero de secundaria del Negro y el Gordo. Siempre a bordo de un Fiat Uno negro en el que apenas entraba debido a su metro noventa y ocho de altura. Le gustaba subirse a cualquier fiesta y terminaba siendo el centro de atención de la misma. El apodo de Lucho provenía de un malentendido. El tipo siempre pensaba en positivo y le gritaba a quien lo escuchara, sobre todo al negativo Gonzalo que la vida había que pelearla. “Yo soy un peleador, yo lucho” –decía. Algún lerdo escuchó ese “yo lucho” y pensó que se estaba presentando. Y ahí le quedó. Pero volvamos a lo nuestro…
–¡Vos sos un pelotudo! –le gritó el Negro a Gonzalo– ¡La dejaste ir!
–Sí, la dejé ir. No fue nada más que un buen rato, no era la historia que ese sueño necesitaba.
–¡Pero qué sueño, salame! –vociferó cada vez más enojado.
–Esperá que te presente a la protagonista vos tampoco vas a dormir, pero todavía falta.
–Che, no tengo ni idea de lo que están hablando. –dijo Fabrizio.
–Acompañame a la cocina y te explico. –espetó el Negro enojado por lo que escuchaba.
Alejandro se levantó y fue con el Fabri rumbo a la cocina. Puso a calentar aceite y sacó de la heladera una bolsa con ocho milanesas. Mientras el Negro terminaba de explicar el curioso problema de Gonzalo, éste se les acercó para continuar contándoles, para continuar descargando sus penas.
Lo de esa chica fue más o menos a mediados de julio. A fin de mes, el destino golpeó mis puertas para jugarme otra broma. Una chica de Barcelona, que era monitora del camping, se me acerca, empieza a simpatizar conmigo y termina viniendo a cada rato para charlar un poco más. Su nombre: Laia.
–¿Y entonces? –preguntó el Negro sin entender.
–¡Laia boludo, como la anterior!
–Ah, claro, seguro. –dijo Ale que notó que no había escuchado ni la mitad de lo que Gonzalo le decía.
–Esta chica era alta para mi gusto, sabés que me gusta que sean petisas, las encuentro más agraciadas. Además era medio hippie y no sé, no me atrajo –explicó el Gordo.
–Sí, a mi también me gustan petisas. –opinó el Negro– Y con anteojos que le den un aire intelectual, como de secretaria, y...
La cuestión –intervino Gonzalo mirando fijo a su amigo, recordándole con la mirada que estaban hablando de su historia, y no de los gustos de aquél en mujeres– es que me tiró onda desde ese momento, y un sábado, que era la despedida de año para unos compañeros suyos, fuimos a comer unas pizzas al centro de Platja. Copa va, copa viene, empecé a perder el control de mis decisiones y tomé la que menos hubiera querido: le di un beso. No quería hacerlo porque yo no me sentía atraído a ella y sabía que ella quería algo. Es decir, no quería darle falsas expectativas, pero lamentablemente se las di. Conclusión, hasta el día de hoy tuve que mentirle para no decirle que no me gusta. Sabés que soy totalmente incapaz de decirle a una chica que no la encuentro atractiva para mí.
–Sí, tu problema es claro; sos un cagón, no te animás a decirle eso en la cara a nadie. Ya sé que es porque no te gusta cuando escuchás que te lo dicen a vos, pero aquel dicho de “no hagas a los demás lo que no te gusta que te hagan a vos” tiene un límite. –aclaró Fabrizio.
–Tenés razón, pero no me sale, no puedo. Es más fuerte que yo.
–Bueno no importa, siéntense a la mesa que ya están las milangas. –tranquilizó el Turco– Vamos a comer.

No hay comentarios: