¡Dale campeón, dale campeón! El griterío de la gente era ensordecedor. Atrás quedaban el gol de Belluschi y el golazo de Guille Marino frente a Gimnasia de La Plata. Con esa victoria por dos a cero, Newell’s se aseguraba el primer puesto cuando todavía faltaba un partido por jugar. En el segundo lugar de la tabla, Vélez sólo podría esperar la derrota rojinegra y vencer a Arsenal en la última jornada para forzar un desempate.
Como todos los fines de semana, Luciano y su novia Valeria fueron a ver el partido en la Platea Vieja, la techada. Rubén, el padre de él, iba con ellos también aunque claro, llevaba ya cincuenta años yendo a ver a Ñubel. Lucho iba hacía unos veinte años, y desde que conoció a la Negra, como llamaba cariñosamente a su chica, la arrastró hacia el Coloso.
–¡Qué alegría Lucho, campeones otra vez! –gritó Valeria entusiasmada.
–¡Ma’ qué campeones! Todavía falta el partido con Independiente, como lleguemos a perder… –interrumpió su suegro.
Rubén siempre veía las cosas de manera pesimista. Había visto muchos grandes planteles que lo habían dejado con ese grito en la boca pero sin poder festejarlo, y entonces, privilegio de la experiencia, sabía ir con cautela. Por otra parte, no importa cuánto desconfiara de algún equipo, él siempre, pero siempre; siempre iba a ver a Newell’s. Lo había visto en la lluvia, al sol, de día y de noche. En copas internacionales, torneo local o hasta en la B. El fue a Montevideo y a San Pablo. Y lo vió campeón en Arroyito en el 74, contra Independiente en el 88, en Ferro en el 90 –Ñubel carajo incluido–, en La Boca en el 91 y en Platense en el 92. Nada se perdía el viejo Rubén, que hacía girar su vida en torno a Newell’s. Por otra parte, el tipo era de esos caballeros que nunca se desubica, nunca tira un insulto y siempre habla con corrección. Era profesor en la facultad de Ciencias Económicas, y debía mantener una formalidad debido a su trabajo. Tenía miedo de que alguna vez lo viera un alumno arrojando epítetos a un árbitro, un contrario o un planeta que no se alineara como correspondiese para que Newell’s ganara el partido.
–Tranqui pá, somos amigos con el Rojo, no pasa nada. –serenó Lucho– ¿Vamos al Monumento?
Diálogos como éste se habrán repetido en innumerables familias, parejas o grupos de amigos, porque el Monumento a la Bandera estaba colmado. Ahí habrían diez mil personas. Las escalinatas estaban llenas de familias que celebraban otra estrella para su equipo. Después de doce años Newell’s volvía a la primera plana del fútbol argentino, el lugar que merecía.
Luciano, a diferencia de su padre, siempre caminaba por la vida con un poco de ilusión en el bolsillo, por las dudas. Y en casos como éste, no dudaba en dar rienda suelta a esa ilusión y confiar ciegamente en el campeonato. Y, por esas cosas de la vida, este tipo, tan fanático como su viejo, nunca había visto a su equipo ser campeón en la cancha. Siempre algo le había impedido estar ahí el día de la consagración y cuando vió su única vuelta, en Platense, lo cierto es que la Lepra ya había sido campeón en la semana. El por su parte, era todo pasión, agraviando a cuanto personaje se cruzara en el camino de la victoria.
Llegó el lunes, día para trabajar, pero Lucho no podía contar un billete en el banco dónde trabajaba. Los nervios, la esperanza, la ilusión, la sola idea de imaginar otra vez a Newell’s campeón le recorría todo el cuerpo en un cosquilleo que sólo los que han estado en la situación de ser campeones pueden entender. Valeria lo había llamado diciendo que había que moverse con el tema de las entradas, porque todo el mundo querría estar ahí. El le aseguró que tendrían esas tres entradas como sea.
Desde Buenos Aires informaron que Independiente –dada la amistad que su gente mantiene con los rosarinos– le daría veinte mil generales a Newell’s. Esto de por sí implicaba una gran masa rojinegra moviéndose desde Rosario hasta Avellaneda. Con solo llenar esa popular sería la mayor movilización de un equipo del Interior hacia Buenos Aires. Y sólo sería superada por aquella vez que –dicen– San Lorenzo llevó veinticinco mil personas a Arroyito en el 95.
El jueves empezaba la venta de entradas, y había gente dando vueltas por el club desde el martes. Algunos comenzaron a hacer la cola, con su reposera y acampando ahí, al pie del Coloso, para no perderse esa bendita entrada. Es que en la semana no se hablaba de otra cosa en bares, oficinas, escuelas, o donde fuera. Todo el mundo quería esa entrada. Ya empezaban a haber rumores de reventa. Pero claro; ni Rubén, ni Luciano, ni Valeria podían hacer cola con tanta antelación. Ella en el call center, su novio en el banco, y el padre de éste dando clases en la facultad, los tres trabajaban y ninguno contaba con tiempo libre para ir a comprar la entrada.
El día de la venta, Lucho salió tan pronto como pudo, que en el caso de un bancario será siempre a las tres, y corrió hacia el club. La cola era inexplicable, daba vuelta al Coloso. “Creo que tendremos un problema” –pensó para sí. Todavía quedaba más de la mitad de la cola cuando anunciaron que no venderían más por ese día. El remanente se liquidaría el viernes. No eran las siete de la tarde de ese jueves cuando sonó el celular de Lucho.
–¿Conseguiste las entradas hijo? –preguntó Rubén del otro lado.
–No pá, se agotó todo rapidísimo. No sabés la gente que había.
–Mañana habrá que ir más rápido. –contestó el padre y cortó.
Rubén, solo en su casa de zona sur, se quería comer el teléfono. Encendió la tele y puso el noticiero. Todos hablaban de la larga cola que había hecho la gente de Newell’s, de lo rápido que se habían terminado las entradas puestas a la venta, de que seguramente venderían al día siguiente lo poco que quedaba. Daba vueltas por la habitación, caminaba como león enjaulado, se quería comer el teléfono.
Valeria tampoco era muy tranquila a la hora de expresar su amor por Newell’s. Desde siempre sus amigos varones, los que eran del eterno rival de Newell’s claro, querían jugarle bromas cuando fuera que la Lepra perdía algún partido. Creían que una mujer sería presa fácil para los chistes. Estaban muy equivocados. La Negra –de veintidós años– no sólo sabía explicar la Ley del Off Side, sino que se sabía de memoria todo lo relativo a Newell’s: campeonatos, jugadores brillantes, delanteras de película, clásicos ganados. No había manera de ganarle una discusión. Siempre había ido a la popular, hasta que conoció a Lucho y se mudó a la platea. Esa semana, en el trabajo todos sus compañeros le decían que no conseguiría entrada, o que Ñubel perdería, que no valía la pena el esfuerzo, etcétera. Casi se pelea con más de uno.
Para el día siguiente ella también salía a las tres del trabajo, por lo que acompañó a su novio a la difícil misión. Otra vez la cola que rodeaba el estadio, la gente alentando como si se tratara del partido mismo, banderas rojinegras ondeando por toda la larga fila, y el final. El final de las entradas, claro. Para cuando se agotaron todavía tendrían tres mil personas adelante.
–Creo que estamos en problemas –le dijo Lucho a la Negra.
Al día siguiente todo el mundo hablaba de la fiesta que sería ese partido. “Que ya somos campeones, que el Rojo nos da el empate, que vamos a meter veinte mil personas” eran los comentarios comunes y Lucho, pese a sentirse orgulloso de todo eso, quería su entrada. No sería lo mismo ser campeón frente a la tele que viviéndolo en Avellaneda con otros veinte mil. “O más –pensó–, porque un montón van a ir allá y van a comprar una entrada de Independiente. Van a ir a la tribuna del Rojo y verán a Ñubel campeón desde ahí”. Sí, un montón haría eso. El sonido del teléfono trajo a Lucho de vuelta al mundo. “¡No, papá! ¡Me va a matar!” –pensó.
–Hijo, se agotó todo rápido ¿no? ¿Conseguiste las entradas?
–No papá. Había muchísima gente. No sabés la locura, todos gritando, alentando y…
Para ese momento, Luciano ya hablaba solo. Rubén, preocupado, había dejado el teléfono y se había puesto a pensar en ese domingo. ¿Cómo luciría el estadio sin él ahí? ¿Comenzaría igual el partido? ¿Se daría cuenta el árbitro que faltaba él, que había estado en todas las vueltas olímpicas? Caminaba por toda la casa. Las manos atrás, la mirada perdida, pensando en todo, el ceño fruncido. Se topó con un espejo y le llamó la atención lo que vió ahí. “¡Por Dios, parezco el Loco Bielsa en San Pablo!” –pensó. Era verdad, se veía el catedrático y el loco que llevaba dentro.
Luciano comenzó a llamar a cuanto amigo leproso tenía para preguntarle si tenía una entrada de sobra. La tarea era difícil, porque además habría que conseguir no una, sino ¡tres! entradas. Compañeros de escuela, del banco, amigos de toda la vida, vecinos. Nadie quedó sin ser consultado y siempre la respuesta fue la misma: no hay entradas. Se encontró con su novia, se quedaron preocupados, pensando en qué feo sería ver el partido en un bar, cuando todos los que conocían estarían en Avellaneda.
–No nos puede pasar esto a nosotros. ¡Somos muy fanáticos y nos merecemos estar ahí más que nadie! –gritaba Valeria.
–Lo que pasa es que todo el mundo quiere estar, los fanáticos, los no tanto, los fierro que pueden hacer hasta que perdamos el partido; todos.
–“Que perdamos el partido”… ¡La boca se te haga a un lado nene!
Ese sábado a la noche ninguno de los tres pudo pegar un ojo. Lucho se imaginó gritando el gol del campeonato, de Nacho Scocco, en algún bar de avenida Pellegrini. Valeria imaginó al Tata Martino, al Chocho Llop, al Gringo Scoponi, a Marito, al Yaya, a Roque Alfaro, a Carozo, a Garfa, a Poche; a todas las glorias de Newell’s viendo el partido en la Doble Visera, entrada en mano y alentando al rojinegro. Rubén, el viejo Rubén se imaginó a Roque Avallay, su ídolo de joven, puteándolo por no haber conseguido la entrada. “Tiene razón, Roque. Perdón” –se oyó a sí mismo en su habitación.