NO SOY PARANOICO, SOY PERSPICAZ

domingo, 16 de mayo de 2010

Robar es malo. ¿Robar es malo?

Alguna vez Homero -no el de la Ilíada y la Odisea, sino Simpson, el de Springfield- le dijo a su hija Lisa "Robar es malo" luego de que él mismo terminaba de apropiarse de lo ajeno, queriendo de esta manera educar a su hija no con el ejemplo sino con una máxima de la moral que indica justamente eso: que robar es malo.
Siempre fui de aprobar esa teoría hasta que esta semana me pasó lo que los refutadores de la idea suelen decir para afirmar que no necesariamente es malo: que dependiendo de las circunstancias, podría hasta ser bueno. Ellos afirman que si por ejemplo, si alguien hubiera entrado a robar a la casa de Hitler, una semana antes de su ascenso, y se hubiera alzado -entre otras cosas- con su documento de identidad, el Führer no podría haberse presentado a aquellas elecciones que lo llevaron al poder en Alemania. De hecho, hasta matar podría ser bueno siguiendo con esa historieta del de bigotito gracioso.
Lejos en el tiempo y el espacio de la Alemania Nazi, en mi puesto de trabajo como socorrista en España un puñado de ingleses sin otro objetivo en la vida que emborracharse me caen a la pileta. Comportándose de la mejor manera posible, no me dieron motivos para echarlos ni nada pese a que seguían con su idea del escabio. Cuando procedo a la limpieza del lugar al final del día, encuentro más de ocho euros en monedas, diseminados por el lugar donde se habían ubicado ellos. Evidentemente era de ellos, pero... ¿por qué no tomarlos simplemente al ritmo de un "matanga" que sonara en la cabeza? Casi sin dudarlo -lo que además mostraría mi idiotez- salí en búsqueda de los guiñapos éstos y cuando di con ellos, les entregué el dinero que habían perdido.
Hasta ahí terminó mi día, pero al día siguiente me cruzo con uno de ellos, que va usando muletas. Haciendo las averiguaciones del caso me entero por voz del encargado del bar que el muchacho de la tierra de los afanamalvinas el día anterior y en un completo estado de ebriedad rodó por las escaleras y se quebró la pierna. Conclusiones:
* ¿Hubiera estado mal robarle aquél dinero? El podría no haber ido borracho y así saber manejar los trucos de una escalera.
* ¿Fue bueno no robarle? Porque gracias a ello, un tipo que aparentemente sólo lleva cacona en la cabeza se llevó su merecido.
* Ante todo, ¿soy un idiota por no haberme alzado con el botín como hubiera hecho Homero, al grito de "Robar es malo", cosa de no dar el ejemplo?
Lo concreto es que no hay verdad absoluta, la verdad es relativa y depende, no sólo del ángulo de dónde se lo mire, sino de si se le pega con efecto, tres dedos o si la pelota está mojada también. Dejame tu opinión sobre el tema o simplemente, curtite. Pero de una u otra manera, ¡cuidá tus cosas!

sábado, 6 de febrero de 2010

Gracias Viejo - Capítulo III (final)

Sólo dos minutos más tarde de semejante pasmo, salen los equipos a la cancha. La caldera explota. Ese estadio está bañado con la gloria de tantos héroes de Independiente, del orgullo nacional, como dice la canción de sus hinchas. Hoy tiene que ser el día para bañarse con la gloria de los leprosos, que ya ha pasado por Arroyito y La Boca por ejemplo. El once rosarino saluda desde la mitad de la cancha y se escucha “es el Glorioso Newell’s Old Boys”. ¡Y el grito lo empieza la gente de Independiente! Esa gente sí que sabe cómo hacerte sentir como en tu casa.
–Ya podés empezar Sequeira, ya estoy acá –dijo Rubén e imaginó los improperios que tendría que guardarse de seguro durante el partido, conociendo quién era el árbitro del mismo.
Y Sequeira pitó. Comenzó el partido y ahí mismo empezó el sufrimiento, porque Newell’s no jugaría justamente su mejor partido. El dominio es netamente local, y la visita sólo trata de agarrar la pelota. No obstante el panorama negro, se escucha un estruendo que deja sordo, que da paso a la algarabía, al sueño. Todos aquellos que tienen radios gritan “¡Gol!”, los siguen los de al lado y la onda se expande en menos de dos segundos. Ahora las cuarenta mil personas gritan gol. Gol de Arsenal, en Liniers. Las emisoras coinciden en afirmar que se trató de un grueso error del arquero velezano, Gastón Sessa, que capitalizó Hirsig, y ahora Arsenal le gana uno a cero a Vélez. Newell’s más campeón que nunca.
Cinco minutos dura la alegría, porque a diez del comienzo en la Doble Visera, hay gol de Independiente. Jairo Castillo, el moreno colombiano confirma en la red lo que se veía desde que empezó el partido: que sólo el Rojo estaba jugando. Los jugadores de Newell’s estaban atados por los nervios, por toda la ilusión y esperanza que le estaban transmitiendo cuarenta mil personas que no paraban de gritar. El tiempo pasa y empata Vélez. La gente se da cuenta que un gol más de los de Liniers puede tirar por la borda todo el campeonato. Hay insultos. Hay quien putea a Castillo, quien al árbitro. A Vélez. A Arsenal, rezando para que aguante el resultado. Al de la radio porque no canta otro gol del Arse. A Navarro Montoya que está en el arco de Independiente. Pero si ni siquiera a tenido trabajo en la tarde de hoy. Pero no importa. En la cancha, en el fútbol, hay momentos para todo. Para el gozo, para el llanto, para la felicitación, para el éxtasis. Y ahora es, evidentemente, el momento para la puteada. Y nadie se la pierde. Los del Rojo, incómodos por lo que está pasando, gritan que “el Rojo y Ñulsolboy un solo corazón”. Algunos leprosos los siguen, pero muchos otros están en el Más Allá, conversando con Dios mismo y tratando de sacarle algún golcito para Ñubel a cambio de cualquier cosa: peregrinaciones, donaciones, promesas de dejar de fumar, de dejar de chupar, de dejar de mirar la mujer del vecino, de dejar de estar con la mujer del vecino. Pero parece como que le están hablando todos a la vez y que Dios no entendiera nada, porque a diez minutos del final, Insúa mete el segundo para Independiente.
Ya está. El pesimismo gana la escena. Sobre todo los que no tienen tantas batallas sobre el lomo. Se imaginan volviéndose a casa con las manos vacías. ¡Y a la espera de un desempate el miércoles! Newell’s con la desilusión de haber estado tan cerca y no tener nada, y Vélez que viene de atrás tocando pito, listo para comérselo. “Sobre todo Vélez, que nos tiene de nieto.” –comenta uno a quien quiera escucharlo. La gente sigue gritando. Pero ya sin mirar casi el partido. Todos coinciden en que el partido ya está perdido, que ahora es importante que Arsenal aguante hasta el final sin perder el suyo, y Ñubel será igualmente campeón. Entonces pasa algo rarísimo: se está alentando al equipo, pero ni se lo mira. Se presta atención y se mira fijamente a la cara de aquellos con radios, que pasan a ser los portadores de la Buena Noticia que la gente aguarda con fe religiosa. Igualmente, algunos dejan de creer.
Luciano no puede creer lo que está pasando. Imagina que estas cosas así sólo le pasan a Ñubel. “Con un empate somos campeones y no podemos ni empatar” –piensa. Mira a su alrededor. El aire mismo se puede cortar con un cuchillo. La gente se come las uñas. Algunos miran para arriba. Otros miran para abajo. Otros siguen puteando. Busca a su viejo; lo encuentra seis escalones más abajo, puteando a Sequeira. Tal y como lo había imaginado. Parece que los minutos no avanzaran más. Mira a su lado y la ve a su novia llorando. Terrible impotencia siente de ver a su chica llorar sin poder hacer nada por evitarlo. “No llorés boluda, vinimos a ser campeones, ¿no? Si vinimos por eso, eso nos vamos a llevar –le dijo y la abrazó bien fuerte–. Quedate tranquila que tanta gente no se movió al pedo de su casa”.
Logra convencerla a ella, pero no logra convencerse a sí mismo. Sabe que un gol de Vélez tira todo a la mierda. Y que Vélez puede hacer un gol en cualquier momento. Flaquea su fe. Mira a su alrededor. Nadie puede ayudarle. Está otra vez como al principio, cuando no conseguía entrada. Y no hubo nada que pudo hacer para conseguirla. Sólo un milagro lo llevó hasta Avellaneda, a él, a su novia y a su viejo. Los mira a los dos. Ella es un manojo de nervios. El, con más experiencia, con todas las vueltas en el lomo, con Arroyito, con La Boca, pero también con Montevideo y San Pablo, sabe que cualquier cosa puede pasar. Quiere abrazarlos igual porque la adrenalina que siente en este momento no recuerda haberla sentido antes con tanta intensidad. Y le agradece igual a Newell’s por haberlo llevado hasta ahí. Porque peor que sentir una desilusión es no tener nada para sentir. Y piensa que peor que estar ahí sufriendo es sin duda estar en Rosario, haciendo fuerza para que Vélez haga un gol.
Sigue pasando el tiempo, que no pasa más. Espera el milagro, que no llega. Mira a su alrededor. Gente que grita por inercia, porque grita el de al lado. Gente que mira a todos lados buscando a uno con radio. Busca él mismo al suyo. Encuentra al que tiene atrás y le gusta. Le gusta lo que ve. Un viejo, pero viejo en serio, con su Spica de vaya a saber Dios qué año pegada al oído. El viejo mira para adelante, y sonríe. Hace flamear su bandera. Lentamente la hamaca para la izquierda y luego a la derecha. Y sonríe. Luce su camiseta rojinegra con propaganda de Yamaha. La de la época de Bielsa. El viejo mira adelante, agita la bandera y se ríe. “¿Cuánto falta Claudio?” –le implora su amigo, escalones más arriba. “¡Claudio! –pensó Lucho– ¿Será el milagro que estoy esperando?” El viejo se dio vuelta para responder, revelando un nombre estampado en su camiseta. No era Pochettino, Martino ni Berizzo. Simplemente estampó Newell así, sin la ese. “Tres minutos más” –le contestó y volvió a su calma.
Los tres minutos se hacen más eternos que los otros noventa. Y Vélez domina. Hace rato que nadie tiene idea de lo que está haciendo Newell’s en la cancha. Ni los jugadores saben. Ellos también están esperando el resultado del partido en Liniers. Lucho busca a Claudio. Sigue mirando adelante. La bandera rojinegra no deja de flamear en lo alto. Ya le duele el brazo, pero no para. Y sonríe. “¡Este tipo sabe algo!” –le dice Lucho a Valeria. “Córner para Vélez” –tira Claudio sin parar de ondear la bandera, sin parar de sonreír. “¡Pero no me puede decir tan tranquilo córner para Vélez a un minuto del final!” –estalla Luciano.
–¡Me muero! –grita Valeria al borde de otro ataque de llanto.
–Terminalo Claudio, por favor. –le pide Lucho.
El viejo Rubén espera firme, al pie del cañón.
De repente lo perdieron de vista a Claudio. Toda la gente se vino encima, Lucho se cayó al suelo. Recién un minuto después le volvieron los sentidos y escuchó el griterío infernal. Todo había terminado. Aguantó Arsenal, uno a uno con Vélez, Newell’s era campeón pese a su derrota. Llamaba a los suyos y nadie lo escuchaba. Ni él se escuchaba. Sólo escuchaba el ¡Dale campeón! de la gente. Buscó a su novia. La encontró sentada, llorando. La abrazó “¡Te dije que vinimos a ser campeones!” –le dijo. Mucha gente lloraba también. Muchos más gritaban. Estaban invadiendo el campo de juego. Lo veía a Justo Villar en andas. Al Pepi Zapata subido al travesaño, con una bandera rojinegra. Lucho veía a Newell’s consagrarse campeón en la cancha, por primera vez en su vida. La alegría era inenarrable. Y tanta alegría era por Ñubel. Ñubel de su vida. ¿Por qué tan importante Newell’s en su vida? Buscó al responsable entre los cuarenta mil. Lo encontró a cuatro metros; había perdido un zapato en la hecatombe y lo estaba buscando también a él. Claro, si era su hijo. Cuando lo vio, se vieron, sonrieron y corrieron a buscarse. Se abrazaron y lloraron mucho.
–Papá, gracias por pegarme esta pasión.
Nadie más lo vio a Claudio, el de Newell en la espalda. O sí. Lo vio San Pedro ese mismo día, abrazando a su padre y diciéndole lo mismo.

sábado, 30 de enero de 2010

Gracias Viejo - Capítulo II

A veces somos los que hacemos nuestro propio destino con nuestras acciones. Otras veces la diosa fortuna se interpone en nuestros caminos. Algunos creen que los planetas se alinean; otros, que Dios nos mira desde arriba y nos da una mano. También hay quienes creen en los santos, o seres queridos que ya no están, o en personas que ya no viven pero que fueron tan grandes, que vivirán por siempre. Y que ellos también nos miran desde arriba y nos ayudan. Esa noche del sábado, madrugada del domingo ya, sonó el timbre del departamento de Lucho y la Negra.
–Me cago en la… ¿quién mierda es a esta hora? –gritó Luciano.
–No sé pero yo no me muevo de acá, si querés atendé vos, sino nos quedamos piolas y es como que no hubiera nadie. –le contestó Valeria de mala gana y medio dormida.
Al segundo sonido del timbre, se levantó de la cama Lucho sabiendo que quién fuera que estuviese del otro lado de la puerta no se rendiría. Al llegar a la entrada, preguntó dos veces quién era, y tras no obtener mayor respuesta que el absoluto silencio, abrió la puerta. Para su sorpresa, no había nadie tras la misma. Miró a ambos lados del pasillo, nadie. Cuando se disponía a cerrar, todavía puteando, vió que había un sobre en el suelo. Lo levantó y miró detenidamente. “De parte de Claudio” era lo único que decía el sobre. Mientras volvía a la cama lo seguía mirando absorto.
–¿Vos conocés a algún Claudio? –le preguntó a su novia.
–No, ¿por?
–Porque es lo único que dice el sobre que acabo de encontrar en la puerta. No había nadie.
–Y abrilo boludo, a ver qué dice. –apuró Valeria.
Como decir, no decía nada. El sobre no tenía ninguna carta dentro. Lo único que había eran tres papeles gruesos plastificados. “Asociación del Fútbol Argentino, bla, bla, bla, Independiente vs Newell’s Old Boys” era lo más importante que decían esos papeles. Sí, tres entradas para el partido. Pero ¿quién les consiguió esas entradas? ¿Quién era Claudio, si ninguno de los dos conocía a alguien con ese nombre? Luego de formularse miles de preguntas similares, se acordó de su viejo. ”Tengo que llamarlo a papá y avisarle” –dijo.
–¿Hola, papá? –preguntó cuando atendieron el teléfono.
-Ya era hora –dijo Rubén, sentado en el comedor, a las tres de la mañana, mirando el televisor apagado desde hacía media hora–. Esperaba tu llamado.
–No me preguntes cómo porque yo tampoco lo sé, pero ¡conseguí las entradas! –gritó su hijo.
–¿Ve Roque? Yo no falto a estos partidos, es que no hubieran empezado sin mí.
–Papá ¿qué decís? Soy Lucho.
–Sí, lo sé. Mañana estén en la puerta a las ocho en punto. Los paso a buscar y vamos a Buenos Aires.
Desde las siete y media ya estaba Rubén en la puerta del edificio donde vivía su hijo. En estos momentos se ponía muy impaciente y como no tenía nada mejor que hacer en su casa, fue hacia allá. Llegando la pareja a las ocho y cinco al auto, encontraron la mala cara de Rubén y su reprimenda. “Habíamos dicho a las ocho, ¿no?”.
Sin perder más tiempo arrancó el auto y encaró hacia Boulevard Oroño para así encontrar la salida de Rosario en dirección a Buenos Aires. Ya por la calle veían montones de personas con la camiseta rojinegra puesta, otros ondeando banderas, autos que empezaban a tocar bocina. Todos iban hacia el mismo lugar. Para cuando llegaron a Oroño y Uriburu, notaron que iban a ser muchos los autos de Ñubel que pasarían por la autopista ese día. Difícil es de explicar, pero de hecho, la mayor parte del tiempo no podían ir a más de cien kilómetros por hora. La autopista estaba llena de autos con banderas rojinegras. Se estaba empezando a copar la ruta.
–Va a haber mucha gente eh. –dijo Rubén.
–Sí, va todo el mundo. –acotó Lucho– Nos dieron veinte lucas pero yo calculo que van a haber más de veinticinco mil. Vamos a meter una fiesta inolvidable.
–Oooh, ¿te imaginás veinticinco mil leprosos en Buenos Aires? –se entusiasmó la Negra– ¡Todos los porteños van a hablar de nosotros!
Pasó San Nicolás, pasó San Pedro, llegó el momento de cargar gas a la máquina –Fiat Super Europa color verde metalizado–. La estación de servicio de Baradero fue el lugar elegido y hay que ver la cantidad de gente que eligió el mismo lugar. Cola de trescientos metros para cargar gas. Todos bajando de sus autos, gritando por Ñubel, camisetas rojinegras por todos lados, banderas flameando; se copaba la estación de servicio. Lucho y Valeria se bajaron del auto, se pusieron a alentar también. No se estaba alentando a nadie, los jugadores no estaban ahí. Es difícil de explicar cuando algo se siente desde lo más profundo del alma. Lucho gritaba por Newell’s mientras miraba al viejo Rubén dentro del auto. “Esta pasión me la diste vos, papá” –pensaba. Y un poco de eso es, cuando uno grita por Newell’s está gritando también por quienes se lo enseñaron, imaginando qué orgullosos se sentirían ellos si los vieran. Como aquellos que se han ido del país pero no por eso dejan de lucir la rojinegra en cualquier lugar del planeta, y piensan lo orgullosos que se sentirían sus familiares si lo vieran. Rubén miraba desde dentro. No decía nada, ni exteriorizaba tampoco, pero pensaba: “¡Qué buen trabajo he hecho con mi hijo!”
Seguía toda la caravana de autos, traffics, camionetas, colectivos, motos; todos llevando la ilusión hacia Avellaneda. De repente, más lentitud, más embotellamiento. Habían llegado al peaje de Zárate.
–Uuuh, de acá no salimos más. –se quejó Valeria.
–Tocá bocina papá. –pidió Lucho.
Rubén, acatando la atinada indicación de su hijo, hizo sonar la bocina en repetidas ocasiones. Se sumó uno, fueron dos, diez, un centenar de vehículos tocando sus bocinas, la gente gritando, las banderas flameando. El rojo y el negro por todos lados. Por semejante cantidad de rodados, se levantaron las barreras y todos pudieron pasar, sin pagar. Se copaba el peaje.
Se fueron comiendo ruta y aparecieron los accesos a Buenos Aires. La autopista se agrandó y los autos de todos los porteños que iban a trabajar a la capital del país se mezclaban con la marea vehicular que venía desde Rosario. Los locales miraban atónitos, buscando averiguar quiénes eran los que hacían sonar sus bocinas, los que revoleaban algo rojo y negro, los que gritaban desencajados sentados en la ventana del acompañante. Era evidente que iban a una fiesta, pero no se enteraban. Deshicieron caminos y, ya en la 9 de Julio, se cruzaron con el Obelisco. “Nos vemos a la vuelta con la Vuelta” –le gritó Lucho.
Cruzaron toda la ciudad lo más rápido que pudieron. Rubén, hecho un manojo de nervios, se mostraba con aplomo y serenidad, y conducía sin decir una palabra mientras cruzaban el Puente Pueyrredón y entraban en Avellaneda. Y hasta ahí conocía Rubén, pero en vez de agarrar la avenida Mitre giró una vez de más y terminó en Dock Sud. Tras parar en varias estaciones de servicio y pedir indicaciones, por poco no terminan en cancha de Vélez para ver el partido con Arsenal. Esto es un poco culpa de los porteños también, que dan las indicaciones con la mejor buena voluntad, pero creyendo que uno es de ahí y conoce la mitad de las calles que les nombran.
–¡Te dije un millón de veces que hay que venir con mapa, que no es un drama! –se quejó Lucho
–Tranquilo que el partido no arranca hasta que no lleguemos. –contestó el viejo Rubén sin despegar la vista de la calle.
Así, a una hora para el comienzo del encuentro, nuestros tres viajeros no encontraban su lugar en el mundo. El único lugar en donde querían estar en ese momento: la cancha de Independiente. Seguían dando vueltas por todo el conurbano sin tener la menor idea de cómo encontrar la cancha del Rojo, que no era tan difícil, por cierto. De repente, Lucho soltó una carcajada y le dijo a su padre:
–Tranquilo que ya se dónde estamos y cómo llegar. ¿Ves ese pequeño estadio que hay ahí? Es la cancha de Arsenal, ¡diste vueltas hasta Sarandí! La avenida Mitre está acá cerca, me acuerdo cuando vine a ver el cero a cero contra Arsenal.
–Sí, todo bien con hacerle el aguante al Arse para el partido con Vélez, pero venir hasta la cancha de ellos es demasiado eh. -ironizó la Negra.
Y entonces Rubén hizo como que no los escuchaba, subió el volumen de la radio que daba las alineaciones de los equipos, y encaró –bajo las indicaciones de su hijo– hacia la avenida Mitre, donde luego dejaron el auto y empezaron a caminar hacia el estadio.
Pasacalles de Independiente le daban la bienvenida al futuro campeón, miles de hinchas del Rojo saludando a los de Newell’s. Intercambio de camisetas. Otra faceta del folclore del fútbol. Porque no sólo es encantador ver un clásico jugado a cara de perro y con las hinchadas gritándose mutuamente. También es lindo ver dos hinchadas de equipos de ciudades diferentes, donde aparentemente nada los une, cantar juntos y bajo una misma causa. “El Rojo y Ñulsolboy, un solo corazón” se va escuchando por la avenida Alsina. Pasa la cancha de Racing. Llega la calle Cordero. Hinchas del Rojo, hinchas de Newell’s, son todo uno. Hay gente de Ñubel por todas partes, no sólo en el sector de la popular. Una gran aglomeración de gente para entrar al estadio. Se acerca la hora del partido. Se escucha un aliento fragoroso desde dentro. Llegan al control, entregan las tres entradas que les dio ese Claudio que no conocen. El “Soy de Ñubel” que parece venir de todos lados les impide hablar entre ellos. Van subiendo las escaleras que los lleva a la popular visitante de la Doble Visera. La tribuna se mueve con el salto de la gente y con el griterío ensordecedor. Ven la boca de acceso, la atraviesan, y logran ver la totalidad de la cancha. Lucho siente como que se le apagan los sentidos, está volando. Se marea. Valeria, pasmada, se agarra a su brazo. Al viejo Rubén se le cae una lágrima. Todo por lo que ven. Es indescriptible lo que ven. La popular, con esas veinte mil personas, está repleta, no cabe un alfiler. La platea doble, la que da a Cordero, casi copada por gente de Newell’s. Todas las banderas que se ven ahí son rojinegras. En la de arriba y la de abajo. La popular del Rojo, con muchísimos trapos de la Lepra. Hasta la platea oficial, está plagada de leprosos. Es demasiado. Sabían que habría mucha gente, sabían que se agotaron las veinte mil entradas. Sabían que los de Independiente les dejarían las entradas que no vendiesen. ¡Y eso que hay como quince mil hinchas del Rojo! Pero la cancha está llena, con su capacidad para cincuenta y siete mil. Eso es mucha gente. Calculan en cuarenta mil los leprosos que se han movilizado hasta Avellaneda. “Bueno, treinta y nueve mil novecientos noventa y nueve, y yo” –piensa Lucho para sí. La más grande peregrinación desde una ciudad a otra en toda la historia del fútbol. Se copó Avellaneda.

sábado, 23 de enero de 2010

Gracias Viejo - Capítulo I

¡Dale campeón, dale campeón! El griterío de la gente era ensordecedor. Atrás quedaban el gol de Belluschi y el golazo de Guille Marino frente a Gimnasia de La Plata. Con esa victoria por dos a cero, Newell’s se aseguraba el primer puesto cuando todavía faltaba un partido por jugar. En el segundo lugar de la tabla, Vélez sólo podría esperar la derrota rojinegra y vencer a Arsenal en la última jornada para forzar un desempate.
Como todos los fines de semana, Luciano y su novia Valeria fueron a ver el partido en la Platea Vieja, la techada. Rubén, el padre de él, iba con ellos también aunque claro, llevaba ya cincuenta años yendo a ver a Ñubel. Lucho iba hacía unos veinte años, y desde que conoció a la Negra, como llamaba cariñosamente a su chica, la arrastró hacia el Coloso.
–¡Qué alegría Lucho, campeones otra vez! –gritó Valeria entusiasmada.
–¡Ma’ qué campeones! Todavía falta el partido con Independiente, como lleguemos a perder… –interrumpió su suegro.
Rubén siempre veía las cosas de manera pesimista. Había visto muchos grandes planteles que lo habían dejado con ese grito en la boca pero sin poder festejarlo, y entonces, privilegio de la experiencia, sabía ir con cautela. Por otra parte, no importa cuánto desconfiara de algún equipo, él siempre, pero siempre; siempre iba a ver a Newell’s. Lo había visto en la lluvia, al sol, de día y de noche. En copas internacionales, torneo local o hasta en la B. El fue a Montevideo y a San Pablo. Y lo vió campeón en Arroyito en el 74, contra Independiente en el 88, en Ferro en el 90 –Ñubel carajo incluido–, en La Boca en el 91 y en Platense en el 92. Nada se perdía el viejo Rubén, que hacía girar su vida en torno a Newell’s. Por otra parte, el tipo era de esos caballeros que nunca se desubica, nunca tira un insulto y siempre habla con corrección. Era profesor en la facultad de Ciencias Económicas, y debía mantener una formalidad debido a su trabajo. Tenía miedo de que alguna vez lo viera un alumno arrojando epítetos a un árbitro, un contrario o un planeta que no se alineara como correspondiese para que Newell’s ganara el partido.
–Tranqui pá, somos amigos con el Rojo, no pasa nada. –serenó Lucho– ¿Vamos al Monumento?
Diálogos como éste se habrán repetido en innumerables familias, parejas o grupos de amigos, porque el Monumento a la Bandera estaba colmado. Ahí habrían diez mil personas. Las escalinatas estaban llenas de familias que celebraban otra estrella para su equipo. Después de doce años Newell’s volvía a la primera plana del fútbol argentino, el lugar que merecía.
Luciano, a diferencia de su padre, siempre caminaba por la vida con un poco de ilusión en el bolsillo, por las dudas. Y en casos como éste, no dudaba en dar rienda suelta a esa ilusión y confiar ciegamente en el campeonato. Y, por esas cosas de la vida, este tipo, tan fanático como su viejo, nunca había visto a su equipo ser campeón en la cancha. Siempre algo le había impedido estar ahí el día de la consagración y cuando vió su única vuelta, en Platense, lo cierto es que la Lepra ya había sido campeón en la semana. El por su parte, era todo pasión, agraviando a cuanto personaje se cruzara en el camino de la victoria.
Llegó el lunes, día para trabajar, pero Lucho no podía contar un billete en el banco dónde trabajaba. Los nervios, la esperanza, la ilusión, la sola idea de imaginar otra vez a Newell’s campeón le recorría todo el cuerpo en un cosquilleo que sólo los que han estado en la situación de ser campeones pueden entender. Valeria lo había llamado diciendo que había que moverse con el tema de las entradas, porque todo el mundo querría estar ahí. El le aseguró que tendrían esas tres entradas como sea.
Desde Buenos Aires informaron que Independiente –dada la amistad que su gente mantiene con los rosarinos– le daría veinte mil generales a Newell’s. Esto de por sí implicaba una gran masa rojinegra moviéndose desde Rosario hasta Avellaneda. Con solo llenar esa popular sería la mayor movilización de un equipo del Interior hacia Buenos Aires. Y sólo sería superada por aquella vez que –dicen– San Lorenzo llevó veinticinco mil personas a Arroyito en el 95.
El jueves empezaba la venta de entradas, y había gente dando vueltas por el club desde el martes. Algunos comenzaron a hacer la cola, con su reposera y acampando ahí, al pie del Coloso, para no perderse esa bendita entrada. Es que en la semana no se hablaba de otra cosa en bares, oficinas, escuelas, o donde fuera. Todo el mundo quería esa entrada. Ya empezaban a haber rumores de reventa. Pero claro; ni Rubén, ni Luciano, ni Valeria podían hacer cola con tanta antelación. Ella en el call center, su novio en el banco, y el padre de éste dando clases en la facultad, los tres trabajaban y ninguno contaba con tiempo libre para ir a comprar la entrada.
El día de la venta, Lucho salió tan pronto como pudo, que en el caso de un bancario será siempre a las tres, y corrió hacia el club. La cola era inexplicable, daba vuelta al Coloso. “Creo que tendremos un problema” –pensó para sí. Todavía quedaba más de la mitad de la cola cuando anunciaron que no venderían más por ese día. El remanente se liquidaría el viernes. No eran las siete de la tarde de ese jueves cuando sonó el celular de Lucho.
–¿Conseguiste las entradas hijo? –preguntó Rubén del otro lado.
–No pá, se agotó todo rapidísimo. No sabés la gente que había.
–Mañana habrá que ir más rápido. –contestó el padre y cortó.
Rubén, solo en su casa de zona sur, se quería comer el teléfono. Encendió la tele y puso el noticiero. Todos hablaban de la larga cola que había hecho la gente de Newell’s, de lo rápido que se habían terminado las entradas puestas a la venta, de que seguramente venderían al día siguiente lo poco que quedaba. Daba vueltas por la habitación, caminaba como león enjaulado, se quería comer el teléfono.
Valeria tampoco era muy tranquila a la hora de expresar su amor por Newell’s. Desde siempre sus amigos varones, los que eran del eterno rival de Newell’s claro, querían jugarle bromas cuando fuera que la Lepra perdía algún partido. Creían que una mujer sería presa fácil para los chistes. Estaban muy equivocados. La Negra –de veintidós años– no sólo sabía explicar la Ley del Off Side, sino que se sabía de memoria todo lo relativo a Newell’s: campeonatos, jugadores brillantes, delanteras de película, clásicos ganados. No había manera de ganarle una discusión. Siempre había ido a la popular, hasta que conoció a Lucho y se mudó a la platea. Esa semana, en el trabajo todos sus compañeros le decían que no conseguiría entrada, o que Ñubel perdería, que no valía la pena el esfuerzo, etcétera. Casi se pelea con más de uno.
Para el día siguiente ella también salía a las tres del trabajo, por lo que acompañó a su novio a la difícil misión. Otra vez la cola que rodeaba el estadio, la gente alentando como si se tratara del partido mismo, banderas rojinegras ondeando por toda la larga fila, y el final. El final de las entradas, claro. Para cuando se agotaron todavía tendrían tres mil personas adelante.
–Creo que estamos en problemas –le dijo Lucho a la Negra.
Al día siguiente todo el mundo hablaba de la fiesta que sería ese partido. “Que ya somos campeones, que el Rojo nos da el empate, que vamos a meter veinte mil personas” eran los comentarios comunes y Lucho, pese a sentirse orgulloso de todo eso, quería su entrada. No sería lo mismo ser campeón frente a la tele que viviéndolo en Avellaneda con otros veinte mil. “O más –pensó–, porque un montón van a ir allá y van a comprar una entrada de Independiente. Van a ir a la tribuna del Rojo y verán a Ñubel campeón desde ahí”. Sí, un montón haría eso. El sonido del teléfono trajo a Lucho de vuelta al mundo. “¡No, papá! ¡Me va a matar!” –pensó.
–Hijo, se agotó todo rápido ¿no? ¿Conseguiste las entradas?
–No papá. Había muchísima gente. No sabés la locura, todos gritando, alentando y…
Para ese momento, Luciano ya hablaba solo. Rubén, preocupado, había dejado el teléfono y se había puesto a pensar en ese domingo. ¿Cómo luciría el estadio sin él ahí? ¿Comenzaría igual el partido? ¿Se daría cuenta el árbitro que faltaba él, que había estado en todas las vueltas olímpicas? Caminaba por toda la casa. Las manos atrás, la mirada perdida, pensando en todo, el ceño fruncido. Se topó con un espejo y le llamó la atención lo que vió ahí. “¡Por Dios, parezco el Loco Bielsa en San Pablo!” –pensó. Era verdad, se veía el catedrático y el loco que llevaba dentro.
Luciano comenzó a llamar a cuanto amigo leproso tenía para preguntarle si tenía una entrada de sobra. La tarea era difícil, porque además habría que conseguir no una, sino ¡tres! entradas. Compañeros de escuela, del banco, amigos de toda la vida, vecinos. Nadie quedó sin ser consultado y siempre la respuesta fue la misma: no hay entradas. Se encontró con su novia, se quedaron preocupados, pensando en qué feo sería ver el partido en un bar, cuando todos los que conocían estarían en Avellaneda.
–No nos puede pasar esto a nosotros. ¡Somos muy fanáticos y nos merecemos estar ahí más que nadie! –gritaba Valeria.
–Lo que pasa es que todo el mundo quiere estar, los fanáticos, los no tanto, los fierro que pueden hacer hasta que perdamos el partido; todos.
–“Que perdamos el partido”… ¡La boca se te haga a un lado nene!
Ese sábado a la noche ninguno de los tres pudo pegar un ojo. Lucho se imaginó gritando el gol del campeonato, de Nacho Scocco, en algún bar de avenida Pellegrini. Valeria imaginó al Tata Martino, al Chocho Llop, al Gringo Scoponi, a Marito, al Yaya, a Roque Alfaro, a Carozo, a Garfa, a Poche; a todas las glorias de Newell’s viendo el partido en la Doble Visera, entrada en mano y alentando al rojinegro. Rubén, el viejo Rubén se imaginó a Roque Avallay, su ídolo de joven, puteándolo por no haber conseguido la entrada. “Tiene razón, Roque. Perdón” –se oyó a sí mismo en su habitación.

lunes, 20 de abril de 2009

Catalunya Somnolienta - Capítulo XV

Pasó el tiempo, Gonzalo volvió a sumergirse en su vida, ya no en sueños o realidades irreales. A mediados de 2007 viajó a España, por primera o segunda vez. Conoció Barcelona, aunque muchos paisajes de la ciudad de Gaudí le resultaron conocidos. Conoció gente nueva, aunque muchas caras él hubiera jurado que ya las había visto antes. Visitó el barrio del Clot, se paró frente a un edificio donde él estaba seguro que vivía Laia. Le resultaba todo familiar: el frente, la placita cruzando la calle, el bar al lado. “Este bar…” –pensó para sí, y entró. Ordenó un bocata de lomo y pimiento y se sentó frente al televisor. No dio crédito a sus ojos cuando vio que en la tele estaban dando un partido de fútbol argentino, y jugaba “su” Newell’s. Se emocionó y obviamente se quedó a verlo hasta el final. La Lepra le ganó 2 a 0 a Racing, y según el comentarista se ubicaba en la tercera colocación. Salió del bar rebozando de alegría, y volvió a mirar el edificio. Se quedó parado cerca de quince minutos como un tonto, frente a la puerta. La gente entraba y salía, y él miraba. Igualmente no se animó a tocar timbre en ningún departamento. Tenía miedo de que alguna fuera Laia, o de que ninguna lo fuera. La alegría que portaba su semblante desde el final del partido que acababa de ver, se transformó rápidamente en una mueca de dolor. Se le cruzaron muchas cosas por la cabeza. El día en su departamento, aquella vez que le robaron y ella estuvo a su lado, la noche inolvidable, la despedida en Nord.
Cruzó a la plaza de enfrente y se puso a escribir. Le estaba redactando otra carta, aún cuando la primera nunca tuvo respuesta.

“Laia,
Vuelvo a decirte que no sé si existís o no, y si nos conocemos o no. Si nos llegamos a conocer supongo que tu negativa a contestar mi carta anterior sea por una razón que recién ahora entiendo: fui sólo una noche interesante para vos, nada más.
De mi parte lo entiendo, ¿quién no lo ha hecho alguna vez? Igualmente jamás te sacaré de mi cabeza, tal y como te dije que nunca lo haría. Te quise mucho y eso me hizo suponer que vos sentirías lo mismo, pero no estabas obligada a hacerlo. Sé que no te caigo mal, sino que te resulta más fácil para olvidarme no escribirme más que mantener un contacto sólo como amigos y a trece mil kilómetros de distancia.
Lo que sí te había prometido y no cumpliré es que te dije que no me rendiría y no pararía de buscarte. Habiendo entendido todo lo que escribí arriba, me rindo; aunque no para cuidar mi orgullo, sino para facilitarte la tarea de olvidarme, que supongo ya habías logrado hasta hoy que leés de mí otra vez.
De mi parte sigo agradecido a la vida por ese par de días maravillosos que viví a tu lado.
Gonzalo

P.D.: Y si todo fue un sueño, ¡maldita sea!”

Una vez terminado, fue hasta un kiosco, se hizo de un sobre y metió adentro la carta. En el frente sólo escribió LAIA LLUNELL. Volvió al edificio y tiró el sobre por debajo de la puerta. Se quedó un momento mirándolo, como arrepentido, pero sabiendo que no había vuelta atrás. Se marchó, y nunca más volvió al lugar. Mientras doblaba en la esquina rumbo a la boca del metro, pasó a su lado una joven de pelo castaño largo y ondulado. Tenía un lunar bajo su nariz. Al tiempo que se cruzaban, Gonzalo quitaba alguna basurita de su ojo, que lo hacía lagrimear. No se vieron, y nunca más lo harán.
THE END
(... y al que no le gustó se jodió)

lunes, 13 de abril de 2009

Catalunya Somnolienta - Capítulo XIV

Se levantó a la una del mediodía. Se preparó el café con leche, las tostaditas con manteca –ritual que sólo puede cambiar por medialunas saladas– y salió hacia el correo. Tras estampillar el sobre, lo entregó en la oficina correspondiente y se fue a lo de Ale. Estaba radiante. Acababa de jugársela para ver si conoce a esa chica, para ver si cuanto menos existe, y además le tenía que contar a su amigo el sueño de ayer.
–¿Qué hacés gordo? –saludó Alejandro.
–Bien che, estoy mejor. Ayer soñé de nuevo con ella…
–¿Otra vez lo mismo? –preguntó el Negro como aburrido.
–No, tuve un sueño diferente. Siempre sueño que la conozco, que nos vemos, que voy a su departamento, que dormimos juntos. Ayer fue distinto.
Amanezco solo en su habitación. Ella se fue, supongo que a trabajar. Miro para todos lados, examino. Nada. Me levanto para pasar a la cocina y noto que estoy desnudo, lo que me termina de confirmar que es la continuación del sueño anterior. Llego a la mesa del comedor y algo me llama la atención: es un pasaje de ómnibus para ir desde Estació d’Autobusos de Barcelona Nord hasta Aeroport del Prat. Sin comprender lo que sucede miro la fecha y me doy cuenta de que hoy me vuelvo a Argentina. Me cambio rápidamente y salgo volando para la estación Nord. Me doy cuenta de que afortunadamente llegué una hora antes de que llegue el colectivo, así que aprovecho y me voy a la cafetería.
Una cafetería en lugares como éstos –estaciones de ómnibus, puertos, aeropuertos, etc.– se construye por dos razones. La primera, la obvia, es para lucrar. Es fácil; un tipo toma la concesión del establecimiento y le sirve café y otras yerbas a cualquiera para que le den dinero a cambio y así poder subsistir, nada raro. La otra razón es, aún sin haber sido la razón inicial de aquél que toma la concesión, para darle a la gente un punto de despedida. ¿Con qué otra razón se va a uno de estos lugares si no se viaja? Para saludar a alguien que sí lo hará. Es entonces la cafetería de una estación un lugar para los abrazos, para las lágrimas. Para los corazones rotos, para aquellos por romperse; para los que no olvidan, para los que sí lo harán. Para el último adiós, o para el primero de muchos últimos adioses que vendrán. Para inmortalizar la imagen de alguien. Su rostro, su cuerpo, su aroma, su aliento, sus manos, sus caricias, sus abrazos; su risa y sus lágrimas. Las últimas lágrimas que le vas a ver a esa persona. ¿Cuánto cuestan esas últimas lágrimas? ¿Un par de cafés? Bien vale la pena entonces beberlos.
Miro a todos lados y veo esta escena. Un estudiante haciéndole entender a quien supongo será su novia que sólo serán dos semanas, que visitará a sus padres y volverá con ella. Una familia entera que saluda a su hija, de unos 18 años, que se va de vacaciones con sus amigas por un mes a Francia. Veo un tipo vestido de chofer que le da el último beso a su mujer, le tocan cinco días seguidos viajando por toda España hasta volver a Barcelona. Detrás de ellos, un espejo, donde choco con mi propia mirada. Observo mi mesa y sólo hay una persona sentada en ella: yo.
Una voz femenina por el altoparlante anuncia que en quince minutos saldrá el colectivo, que por otra parte ya está listo para abordar. “¿Se podrá subir ya?” –me pregunto, cansado ya de ver despedidas. Enfilo para el ómnibus, esquivo gente que sigue abrazándose, dejo mi mochila en el portaequipaje y una mano me llama la atención, tomándome por el hombro.
“Niño” –escucho al tiempo que me daba vuelta. “Te invito un café” –le dije a ese rostro celestial, a sabiendas que en cualquier momento exteriorizaría mis sentimientos por los ojos.
A partir de ahí no escucho más nada. Estamos los dos en la cafetería, pero la imagen se aleja, como si fuera el final de una película, que termina justo ahí, y la cámara sube y se aleja, mientras empiezan a verse las letras del elenco. Se filmó mi despedida: la abracé muchas veces, como sabiendo que la estaba perdiendo, lloré sabiendo que la perdía. Ella también lloró. Y me desperté…
–¡Qué groso, boludo! –dijo Ale tras unos instantes de silencio.
–Sí, creo que lo necesitaba. Necesitaba despedirme bien de ella, sea sueño, sea realidad, sea lo que sea. Espero que, sí viví todo aquello con ella, también haya vivido esa despedida en Nord, porque me hizo sentir verdaderamente con alguien a mi lado. A decir verdad los sentimientos fueron encontrados. Por un lado sí, me sentí al lado de ella y feliz; y por el otro, eso no dejaba de ser una cafetería, no dejaba de ser una despedida, y no sé si veré a esa chica, o si existe siquiera. De una u otra manera, ya no está en mi vida… y yo tampoco en la de ella.

lunes, 6 de abril de 2009

Catalunya Somnolienta - Capítulo XIII

Alejandro se quedó pasmado en la silla, boquiabierto, contemplando a su amigo, que le acababa de contar una historia de esas que no se olvidan más. Además, estaba cargada de contenido no apto para menores de dieciocho.
–Me dejás helado gordo –fue lo único que atinó a decir.
–¿Viste? Te dije que era un sueño loquísimo. Y eso es todo, ahí termina.
–¿Eh? ¿No pasa más nada? –se sorprendió Ale.
–Nada de nada. Hace noches y noches que vengo teniendo el mismo sueño, y termina ahí, con los dos en la cama. Te lo tenía que contar, hace mucho que me impide dormir en paz, y a alguien se lo tenía que contar.
–No gordo, hiciste bien, pero es que no sé qué decirte.
–Está bien, no me tenés que decir nada. Ya me siento un poco mejor. Creo que me lo tenía que sacar de adentro, ¿viste? Bueno me vuelvo a casa, que ya va a llegar Vero y ustedes van a comer, tampoco quiero estar de invitado todos los días.
–Bueno gordo como quieras. Sabés que podés comer las veces que quieras acá.
Así, nuestro protagonista se fue a su casa, cabizbajo pero en paz. Cabizbajo porque seguía pensando de qué se trataría en definitiva ese sueño, y porqué lo dejaba ahí, justo tras esa acalorada escena, pero sin nada que le dé un final. En paz porque ya no lo pensaba para sí mismo, sino que lo había compartido. El solo contarle a un amigo acerca de los problemas de uno mismo, hace que el alma se tranquilice un poco, es una manera de saber que uno no está solo enfrentando a ese problema, cuenta nada más y nada menos que con su amigo. Y cuando uno tiene a un amigo a su lado es casi invencible, del mismo modo que cuando uno está solo es muy vulnerable y tropieza ante la primera adversidad.
En lugar de encarar para su casa, se quedó caminando por la costa, buscando en el río Paraná que corría deprisa las respuestas que necesitaba. ¿Quién era esa chica, Laia? ¿Por qué el sueño terminaba ahí una y otra vez? ¿Por qué no la veía más?
Así estuvo por más de seis horas, caminando, recostándose en alguna baranda para contemplar la inmensa corriente de agua marrón a sus pies, sentándose bajo un árbol. Eran las ocho y media cuando finalmente se sintió vacío, vacío de comida esta vez, y volvió a su morada.
Las habitaciones le quedaban muy grandes, más de lo habitual. Se sentía sin nada, sin nadie. Estaba sin nadie. Se hablaba a sí mismo en voz alta. En realidad siempre lo hacía, no eran pocos los que lo encontraban un tanto loco, pero ahora parecía hacerlo para no sentirse tan solo. Se preguntaba si esa chica del sueño existía en realidad. Se preguntaba si tendría que rastrearla e ir a buscarla. Se preguntaba si era un sueño o si lo había vivido. Se preguntaba por qué –de haberlo vivido– nunca tuvo noticias de ella. Hasta que se le ocurrió una idea para intentar desvelar muchas de esas incógnitas. “Le voy a escribir una carta” –le dijo a nadie.
La tarea no le fue fácil. El sueño le decía que la chica se hospedaba en el camping Vall Bravo de Platja d’Aro. Buscó entonces Vall Bravo en Internet, y se encontró con que era real; por lo menos el camping. Recordó que su nombre era Laia Llunell, pero ella estaba hospedándose ahí por una semana, ahí sólo veraneaban sus padres. Decidió entonces hacer dos sobres: en el sobre que estaría en el exterior se leía la dirección del camping y Familia Llunell. Con eso le llevarían el sobre a los padres. Dentro de éste, un segundo sobre, que decía “PARA LAIA LLUNELL”, cuestión de que los padres le hicieran llegar a su hija, donde quiera que estuviera, el envío. Finalmente, dentro de ese sobre estaría la carta que escribiría. La cuestión ahora era qué escribirle…

“Laia:
Mi nombre es Gonzalo, quizás me recuerdes, quizás no sabés ni siquiera quién soy. Yo soy guardavidas, y espero haber trabajado el verano pasado en el camping Vall Bravo. Si fue así, nos conocemos; sino, no me preguntes como sé tu nombre porque me sería imposible explicártelo. En realidad sólo quiero que me escribas para contestarme ese dilema. ¿Nos conocemos o no? ¿Existís o no? Si me respondés ya voy a tener una pregunta contestada, en cuanto a la otra, si es negativa no voy a parar hasta encontrarte.
Espero verte algún día. Gonzalo”

Puso la carta dentro del sobre, éste dentro del otro, y dejó ese último arriba de la mesa, listo para mandarlo mañana mismo a primera hora. Se preparó algo de comer, miró algo de tele, y por fin, se fue a dormir. Esa noche volvió a soñar, pero soñó diferente. No tuvo el sueño donde conoce a Laia, donde la ama. Soñó más.