NO SOY PARANOICO, SOY PERSPICAZ

sábado, 6 de febrero de 2010

Gracias Viejo - Capítulo III (final)

Sólo dos minutos más tarde de semejante pasmo, salen los equipos a la cancha. La caldera explota. Ese estadio está bañado con la gloria de tantos héroes de Independiente, del orgullo nacional, como dice la canción de sus hinchas. Hoy tiene que ser el día para bañarse con la gloria de los leprosos, que ya ha pasado por Arroyito y La Boca por ejemplo. El once rosarino saluda desde la mitad de la cancha y se escucha “es el Glorioso Newell’s Old Boys”. ¡Y el grito lo empieza la gente de Independiente! Esa gente sí que sabe cómo hacerte sentir como en tu casa.
–Ya podés empezar Sequeira, ya estoy acá –dijo Rubén e imaginó los improperios que tendría que guardarse de seguro durante el partido, conociendo quién era el árbitro del mismo.
Y Sequeira pitó. Comenzó el partido y ahí mismo empezó el sufrimiento, porque Newell’s no jugaría justamente su mejor partido. El dominio es netamente local, y la visita sólo trata de agarrar la pelota. No obstante el panorama negro, se escucha un estruendo que deja sordo, que da paso a la algarabía, al sueño. Todos aquellos que tienen radios gritan “¡Gol!”, los siguen los de al lado y la onda se expande en menos de dos segundos. Ahora las cuarenta mil personas gritan gol. Gol de Arsenal, en Liniers. Las emisoras coinciden en afirmar que se trató de un grueso error del arquero velezano, Gastón Sessa, que capitalizó Hirsig, y ahora Arsenal le gana uno a cero a Vélez. Newell’s más campeón que nunca.
Cinco minutos dura la alegría, porque a diez del comienzo en la Doble Visera, hay gol de Independiente. Jairo Castillo, el moreno colombiano confirma en la red lo que se veía desde que empezó el partido: que sólo el Rojo estaba jugando. Los jugadores de Newell’s estaban atados por los nervios, por toda la ilusión y esperanza que le estaban transmitiendo cuarenta mil personas que no paraban de gritar. El tiempo pasa y empata Vélez. La gente se da cuenta que un gol más de los de Liniers puede tirar por la borda todo el campeonato. Hay insultos. Hay quien putea a Castillo, quien al árbitro. A Vélez. A Arsenal, rezando para que aguante el resultado. Al de la radio porque no canta otro gol del Arse. A Navarro Montoya que está en el arco de Independiente. Pero si ni siquiera a tenido trabajo en la tarde de hoy. Pero no importa. En la cancha, en el fútbol, hay momentos para todo. Para el gozo, para el llanto, para la felicitación, para el éxtasis. Y ahora es, evidentemente, el momento para la puteada. Y nadie se la pierde. Los del Rojo, incómodos por lo que está pasando, gritan que “el Rojo y Ñulsolboy un solo corazón”. Algunos leprosos los siguen, pero muchos otros están en el Más Allá, conversando con Dios mismo y tratando de sacarle algún golcito para Ñubel a cambio de cualquier cosa: peregrinaciones, donaciones, promesas de dejar de fumar, de dejar de chupar, de dejar de mirar la mujer del vecino, de dejar de estar con la mujer del vecino. Pero parece como que le están hablando todos a la vez y que Dios no entendiera nada, porque a diez minutos del final, Insúa mete el segundo para Independiente.
Ya está. El pesimismo gana la escena. Sobre todo los que no tienen tantas batallas sobre el lomo. Se imaginan volviéndose a casa con las manos vacías. ¡Y a la espera de un desempate el miércoles! Newell’s con la desilusión de haber estado tan cerca y no tener nada, y Vélez que viene de atrás tocando pito, listo para comérselo. “Sobre todo Vélez, que nos tiene de nieto.” –comenta uno a quien quiera escucharlo. La gente sigue gritando. Pero ya sin mirar casi el partido. Todos coinciden en que el partido ya está perdido, que ahora es importante que Arsenal aguante hasta el final sin perder el suyo, y Ñubel será igualmente campeón. Entonces pasa algo rarísimo: se está alentando al equipo, pero ni se lo mira. Se presta atención y se mira fijamente a la cara de aquellos con radios, que pasan a ser los portadores de la Buena Noticia que la gente aguarda con fe religiosa. Igualmente, algunos dejan de creer.
Luciano no puede creer lo que está pasando. Imagina que estas cosas así sólo le pasan a Ñubel. “Con un empate somos campeones y no podemos ni empatar” –piensa. Mira a su alrededor. El aire mismo se puede cortar con un cuchillo. La gente se come las uñas. Algunos miran para arriba. Otros miran para abajo. Otros siguen puteando. Busca a su viejo; lo encuentra seis escalones más abajo, puteando a Sequeira. Tal y como lo había imaginado. Parece que los minutos no avanzaran más. Mira a su lado y la ve a su novia llorando. Terrible impotencia siente de ver a su chica llorar sin poder hacer nada por evitarlo. “No llorés boluda, vinimos a ser campeones, ¿no? Si vinimos por eso, eso nos vamos a llevar –le dijo y la abrazó bien fuerte–. Quedate tranquila que tanta gente no se movió al pedo de su casa”.
Logra convencerla a ella, pero no logra convencerse a sí mismo. Sabe que un gol de Vélez tira todo a la mierda. Y que Vélez puede hacer un gol en cualquier momento. Flaquea su fe. Mira a su alrededor. Nadie puede ayudarle. Está otra vez como al principio, cuando no conseguía entrada. Y no hubo nada que pudo hacer para conseguirla. Sólo un milagro lo llevó hasta Avellaneda, a él, a su novia y a su viejo. Los mira a los dos. Ella es un manojo de nervios. El, con más experiencia, con todas las vueltas en el lomo, con Arroyito, con La Boca, pero también con Montevideo y San Pablo, sabe que cualquier cosa puede pasar. Quiere abrazarlos igual porque la adrenalina que siente en este momento no recuerda haberla sentido antes con tanta intensidad. Y le agradece igual a Newell’s por haberlo llevado hasta ahí. Porque peor que sentir una desilusión es no tener nada para sentir. Y piensa que peor que estar ahí sufriendo es sin duda estar en Rosario, haciendo fuerza para que Vélez haga un gol.
Sigue pasando el tiempo, que no pasa más. Espera el milagro, que no llega. Mira a su alrededor. Gente que grita por inercia, porque grita el de al lado. Gente que mira a todos lados buscando a uno con radio. Busca él mismo al suyo. Encuentra al que tiene atrás y le gusta. Le gusta lo que ve. Un viejo, pero viejo en serio, con su Spica de vaya a saber Dios qué año pegada al oído. El viejo mira para adelante, y sonríe. Hace flamear su bandera. Lentamente la hamaca para la izquierda y luego a la derecha. Y sonríe. Luce su camiseta rojinegra con propaganda de Yamaha. La de la época de Bielsa. El viejo mira adelante, agita la bandera y se ríe. “¿Cuánto falta Claudio?” –le implora su amigo, escalones más arriba. “¡Claudio! –pensó Lucho– ¿Será el milagro que estoy esperando?” El viejo se dio vuelta para responder, revelando un nombre estampado en su camiseta. No era Pochettino, Martino ni Berizzo. Simplemente estampó Newell así, sin la ese. “Tres minutos más” –le contestó y volvió a su calma.
Los tres minutos se hacen más eternos que los otros noventa. Y Vélez domina. Hace rato que nadie tiene idea de lo que está haciendo Newell’s en la cancha. Ni los jugadores saben. Ellos también están esperando el resultado del partido en Liniers. Lucho busca a Claudio. Sigue mirando adelante. La bandera rojinegra no deja de flamear en lo alto. Ya le duele el brazo, pero no para. Y sonríe. “¡Este tipo sabe algo!” –le dice Lucho a Valeria. “Córner para Vélez” –tira Claudio sin parar de ondear la bandera, sin parar de sonreír. “¡Pero no me puede decir tan tranquilo córner para Vélez a un minuto del final!” –estalla Luciano.
–¡Me muero! –grita Valeria al borde de otro ataque de llanto.
–Terminalo Claudio, por favor. –le pide Lucho.
El viejo Rubén espera firme, al pie del cañón.
De repente lo perdieron de vista a Claudio. Toda la gente se vino encima, Lucho se cayó al suelo. Recién un minuto después le volvieron los sentidos y escuchó el griterío infernal. Todo había terminado. Aguantó Arsenal, uno a uno con Vélez, Newell’s era campeón pese a su derrota. Llamaba a los suyos y nadie lo escuchaba. Ni él se escuchaba. Sólo escuchaba el ¡Dale campeón! de la gente. Buscó a su novia. La encontró sentada, llorando. La abrazó “¡Te dije que vinimos a ser campeones!” –le dijo. Mucha gente lloraba también. Muchos más gritaban. Estaban invadiendo el campo de juego. Lo veía a Justo Villar en andas. Al Pepi Zapata subido al travesaño, con una bandera rojinegra. Lucho veía a Newell’s consagrarse campeón en la cancha, por primera vez en su vida. La alegría era inenarrable. Y tanta alegría era por Ñubel. Ñubel de su vida. ¿Por qué tan importante Newell’s en su vida? Buscó al responsable entre los cuarenta mil. Lo encontró a cuatro metros; había perdido un zapato en la hecatombe y lo estaba buscando también a él. Claro, si era su hijo. Cuando lo vio, se vieron, sonrieron y corrieron a buscarse. Se abrazaron y lloraron mucho.
–Papá, gracias por pegarme esta pasión.
Nadie más lo vio a Claudio, el de Newell en la espalda. O sí. Lo vio San Pedro ese mismo día, abrazando a su padre y diciéndole lo mismo.

2 comentarios:

Mireia dijo...

solo puedo decir una cosa: yo también quierooooooooooooooooooo :D

Dr. Surreal dijo...

jajajaja me alegro q asi sea... ahora solo estas a un pasaje a sudamerica y viviras sensaciones incomparables en un estadio! :P