NO SOY PARANOICO, SOY PERSPICAZ

sábado, 30 de enero de 2010

Gracias Viejo - Capítulo II

A veces somos los que hacemos nuestro propio destino con nuestras acciones. Otras veces la diosa fortuna se interpone en nuestros caminos. Algunos creen que los planetas se alinean; otros, que Dios nos mira desde arriba y nos da una mano. También hay quienes creen en los santos, o seres queridos que ya no están, o en personas que ya no viven pero que fueron tan grandes, que vivirán por siempre. Y que ellos también nos miran desde arriba y nos ayudan. Esa noche del sábado, madrugada del domingo ya, sonó el timbre del departamento de Lucho y la Negra.
–Me cago en la… ¿quién mierda es a esta hora? –gritó Luciano.
–No sé pero yo no me muevo de acá, si querés atendé vos, sino nos quedamos piolas y es como que no hubiera nadie. –le contestó Valeria de mala gana y medio dormida.
Al segundo sonido del timbre, se levantó de la cama Lucho sabiendo que quién fuera que estuviese del otro lado de la puerta no se rendiría. Al llegar a la entrada, preguntó dos veces quién era, y tras no obtener mayor respuesta que el absoluto silencio, abrió la puerta. Para su sorpresa, no había nadie tras la misma. Miró a ambos lados del pasillo, nadie. Cuando se disponía a cerrar, todavía puteando, vió que había un sobre en el suelo. Lo levantó y miró detenidamente. “De parte de Claudio” era lo único que decía el sobre. Mientras volvía a la cama lo seguía mirando absorto.
–¿Vos conocés a algún Claudio? –le preguntó a su novia.
–No, ¿por?
–Porque es lo único que dice el sobre que acabo de encontrar en la puerta. No había nadie.
–Y abrilo boludo, a ver qué dice. –apuró Valeria.
Como decir, no decía nada. El sobre no tenía ninguna carta dentro. Lo único que había eran tres papeles gruesos plastificados. “Asociación del Fútbol Argentino, bla, bla, bla, Independiente vs Newell’s Old Boys” era lo más importante que decían esos papeles. Sí, tres entradas para el partido. Pero ¿quién les consiguió esas entradas? ¿Quién era Claudio, si ninguno de los dos conocía a alguien con ese nombre? Luego de formularse miles de preguntas similares, se acordó de su viejo. ”Tengo que llamarlo a papá y avisarle” –dijo.
–¿Hola, papá? –preguntó cuando atendieron el teléfono.
-Ya era hora –dijo Rubén, sentado en el comedor, a las tres de la mañana, mirando el televisor apagado desde hacía media hora–. Esperaba tu llamado.
–No me preguntes cómo porque yo tampoco lo sé, pero ¡conseguí las entradas! –gritó su hijo.
–¿Ve Roque? Yo no falto a estos partidos, es que no hubieran empezado sin mí.
–Papá ¿qué decís? Soy Lucho.
–Sí, lo sé. Mañana estén en la puerta a las ocho en punto. Los paso a buscar y vamos a Buenos Aires.
Desde las siete y media ya estaba Rubén en la puerta del edificio donde vivía su hijo. En estos momentos se ponía muy impaciente y como no tenía nada mejor que hacer en su casa, fue hacia allá. Llegando la pareja a las ocho y cinco al auto, encontraron la mala cara de Rubén y su reprimenda. “Habíamos dicho a las ocho, ¿no?”.
Sin perder más tiempo arrancó el auto y encaró hacia Boulevard Oroño para así encontrar la salida de Rosario en dirección a Buenos Aires. Ya por la calle veían montones de personas con la camiseta rojinegra puesta, otros ondeando banderas, autos que empezaban a tocar bocina. Todos iban hacia el mismo lugar. Para cuando llegaron a Oroño y Uriburu, notaron que iban a ser muchos los autos de Ñubel que pasarían por la autopista ese día. Difícil es de explicar, pero de hecho, la mayor parte del tiempo no podían ir a más de cien kilómetros por hora. La autopista estaba llena de autos con banderas rojinegras. Se estaba empezando a copar la ruta.
–Va a haber mucha gente eh. –dijo Rubén.
–Sí, va todo el mundo. –acotó Lucho– Nos dieron veinte lucas pero yo calculo que van a haber más de veinticinco mil. Vamos a meter una fiesta inolvidable.
–Oooh, ¿te imaginás veinticinco mil leprosos en Buenos Aires? –se entusiasmó la Negra– ¡Todos los porteños van a hablar de nosotros!
Pasó San Nicolás, pasó San Pedro, llegó el momento de cargar gas a la máquina –Fiat Super Europa color verde metalizado–. La estación de servicio de Baradero fue el lugar elegido y hay que ver la cantidad de gente que eligió el mismo lugar. Cola de trescientos metros para cargar gas. Todos bajando de sus autos, gritando por Ñubel, camisetas rojinegras por todos lados, banderas flameando; se copaba la estación de servicio. Lucho y Valeria se bajaron del auto, se pusieron a alentar también. No se estaba alentando a nadie, los jugadores no estaban ahí. Es difícil de explicar cuando algo se siente desde lo más profundo del alma. Lucho gritaba por Newell’s mientras miraba al viejo Rubén dentro del auto. “Esta pasión me la diste vos, papá” –pensaba. Y un poco de eso es, cuando uno grita por Newell’s está gritando también por quienes se lo enseñaron, imaginando qué orgullosos se sentirían ellos si los vieran. Como aquellos que se han ido del país pero no por eso dejan de lucir la rojinegra en cualquier lugar del planeta, y piensan lo orgullosos que se sentirían sus familiares si lo vieran. Rubén miraba desde dentro. No decía nada, ni exteriorizaba tampoco, pero pensaba: “¡Qué buen trabajo he hecho con mi hijo!”
Seguía toda la caravana de autos, traffics, camionetas, colectivos, motos; todos llevando la ilusión hacia Avellaneda. De repente, más lentitud, más embotellamiento. Habían llegado al peaje de Zárate.
–Uuuh, de acá no salimos más. –se quejó Valeria.
–Tocá bocina papá. –pidió Lucho.
Rubén, acatando la atinada indicación de su hijo, hizo sonar la bocina en repetidas ocasiones. Se sumó uno, fueron dos, diez, un centenar de vehículos tocando sus bocinas, la gente gritando, las banderas flameando. El rojo y el negro por todos lados. Por semejante cantidad de rodados, se levantaron las barreras y todos pudieron pasar, sin pagar. Se copaba el peaje.
Se fueron comiendo ruta y aparecieron los accesos a Buenos Aires. La autopista se agrandó y los autos de todos los porteños que iban a trabajar a la capital del país se mezclaban con la marea vehicular que venía desde Rosario. Los locales miraban atónitos, buscando averiguar quiénes eran los que hacían sonar sus bocinas, los que revoleaban algo rojo y negro, los que gritaban desencajados sentados en la ventana del acompañante. Era evidente que iban a una fiesta, pero no se enteraban. Deshicieron caminos y, ya en la 9 de Julio, se cruzaron con el Obelisco. “Nos vemos a la vuelta con la Vuelta” –le gritó Lucho.
Cruzaron toda la ciudad lo más rápido que pudieron. Rubén, hecho un manojo de nervios, se mostraba con aplomo y serenidad, y conducía sin decir una palabra mientras cruzaban el Puente Pueyrredón y entraban en Avellaneda. Y hasta ahí conocía Rubén, pero en vez de agarrar la avenida Mitre giró una vez de más y terminó en Dock Sud. Tras parar en varias estaciones de servicio y pedir indicaciones, por poco no terminan en cancha de Vélez para ver el partido con Arsenal. Esto es un poco culpa de los porteños también, que dan las indicaciones con la mejor buena voluntad, pero creyendo que uno es de ahí y conoce la mitad de las calles que les nombran.
–¡Te dije un millón de veces que hay que venir con mapa, que no es un drama! –se quejó Lucho
–Tranquilo que el partido no arranca hasta que no lleguemos. –contestó el viejo Rubén sin despegar la vista de la calle.
Así, a una hora para el comienzo del encuentro, nuestros tres viajeros no encontraban su lugar en el mundo. El único lugar en donde querían estar en ese momento: la cancha de Independiente. Seguían dando vueltas por todo el conurbano sin tener la menor idea de cómo encontrar la cancha del Rojo, que no era tan difícil, por cierto. De repente, Lucho soltó una carcajada y le dijo a su padre:
–Tranquilo que ya se dónde estamos y cómo llegar. ¿Ves ese pequeño estadio que hay ahí? Es la cancha de Arsenal, ¡diste vueltas hasta Sarandí! La avenida Mitre está acá cerca, me acuerdo cuando vine a ver el cero a cero contra Arsenal.
–Sí, todo bien con hacerle el aguante al Arse para el partido con Vélez, pero venir hasta la cancha de ellos es demasiado eh. -ironizó la Negra.
Y entonces Rubén hizo como que no los escuchaba, subió el volumen de la radio que daba las alineaciones de los equipos, y encaró –bajo las indicaciones de su hijo– hacia la avenida Mitre, donde luego dejaron el auto y empezaron a caminar hacia el estadio.
Pasacalles de Independiente le daban la bienvenida al futuro campeón, miles de hinchas del Rojo saludando a los de Newell’s. Intercambio de camisetas. Otra faceta del folclore del fútbol. Porque no sólo es encantador ver un clásico jugado a cara de perro y con las hinchadas gritándose mutuamente. También es lindo ver dos hinchadas de equipos de ciudades diferentes, donde aparentemente nada los une, cantar juntos y bajo una misma causa. “El Rojo y Ñulsolboy, un solo corazón” se va escuchando por la avenida Alsina. Pasa la cancha de Racing. Llega la calle Cordero. Hinchas del Rojo, hinchas de Newell’s, son todo uno. Hay gente de Ñubel por todas partes, no sólo en el sector de la popular. Una gran aglomeración de gente para entrar al estadio. Se acerca la hora del partido. Se escucha un aliento fragoroso desde dentro. Llegan al control, entregan las tres entradas que les dio ese Claudio que no conocen. El “Soy de Ñubel” que parece venir de todos lados les impide hablar entre ellos. Van subiendo las escaleras que los lleva a la popular visitante de la Doble Visera. La tribuna se mueve con el salto de la gente y con el griterío ensordecedor. Ven la boca de acceso, la atraviesan, y logran ver la totalidad de la cancha. Lucho siente como que se le apagan los sentidos, está volando. Se marea. Valeria, pasmada, se agarra a su brazo. Al viejo Rubén se le cae una lágrima. Todo por lo que ven. Es indescriptible lo que ven. La popular, con esas veinte mil personas, está repleta, no cabe un alfiler. La platea doble, la que da a Cordero, casi copada por gente de Newell’s. Todas las banderas que se ven ahí son rojinegras. En la de arriba y la de abajo. La popular del Rojo, con muchísimos trapos de la Lepra. Hasta la platea oficial, está plagada de leprosos. Es demasiado. Sabían que habría mucha gente, sabían que se agotaron las veinte mil entradas. Sabían que los de Independiente les dejarían las entradas que no vendiesen. ¡Y eso que hay como quince mil hinchas del Rojo! Pero la cancha está llena, con su capacidad para cincuenta y siete mil. Eso es mucha gente. Calculan en cuarenta mil los leprosos que se han movilizado hasta Avellaneda. “Bueno, treinta y nueve mil novecientos noventa y nueve, y yo” –piensa Lucho para sí. La más grande peregrinación desde una ciudad a otra en toda la historia del fútbol. Se copó Avellaneda.

sábado, 23 de enero de 2010

Gracias Viejo - Capítulo I

¡Dale campeón, dale campeón! El griterío de la gente era ensordecedor. Atrás quedaban el gol de Belluschi y el golazo de Guille Marino frente a Gimnasia de La Plata. Con esa victoria por dos a cero, Newell’s se aseguraba el primer puesto cuando todavía faltaba un partido por jugar. En el segundo lugar de la tabla, Vélez sólo podría esperar la derrota rojinegra y vencer a Arsenal en la última jornada para forzar un desempate.
Como todos los fines de semana, Luciano y su novia Valeria fueron a ver el partido en la Platea Vieja, la techada. Rubén, el padre de él, iba con ellos también aunque claro, llevaba ya cincuenta años yendo a ver a Ñubel. Lucho iba hacía unos veinte años, y desde que conoció a la Negra, como llamaba cariñosamente a su chica, la arrastró hacia el Coloso.
–¡Qué alegría Lucho, campeones otra vez! –gritó Valeria entusiasmada.
–¡Ma’ qué campeones! Todavía falta el partido con Independiente, como lleguemos a perder… –interrumpió su suegro.
Rubén siempre veía las cosas de manera pesimista. Había visto muchos grandes planteles que lo habían dejado con ese grito en la boca pero sin poder festejarlo, y entonces, privilegio de la experiencia, sabía ir con cautela. Por otra parte, no importa cuánto desconfiara de algún equipo, él siempre, pero siempre; siempre iba a ver a Newell’s. Lo había visto en la lluvia, al sol, de día y de noche. En copas internacionales, torneo local o hasta en la B. El fue a Montevideo y a San Pablo. Y lo vió campeón en Arroyito en el 74, contra Independiente en el 88, en Ferro en el 90 –Ñubel carajo incluido–, en La Boca en el 91 y en Platense en el 92. Nada se perdía el viejo Rubén, que hacía girar su vida en torno a Newell’s. Por otra parte, el tipo era de esos caballeros que nunca se desubica, nunca tira un insulto y siempre habla con corrección. Era profesor en la facultad de Ciencias Económicas, y debía mantener una formalidad debido a su trabajo. Tenía miedo de que alguna vez lo viera un alumno arrojando epítetos a un árbitro, un contrario o un planeta que no se alineara como correspondiese para que Newell’s ganara el partido.
–Tranqui pá, somos amigos con el Rojo, no pasa nada. –serenó Lucho– ¿Vamos al Monumento?
Diálogos como éste se habrán repetido en innumerables familias, parejas o grupos de amigos, porque el Monumento a la Bandera estaba colmado. Ahí habrían diez mil personas. Las escalinatas estaban llenas de familias que celebraban otra estrella para su equipo. Después de doce años Newell’s volvía a la primera plana del fútbol argentino, el lugar que merecía.
Luciano, a diferencia de su padre, siempre caminaba por la vida con un poco de ilusión en el bolsillo, por las dudas. Y en casos como éste, no dudaba en dar rienda suelta a esa ilusión y confiar ciegamente en el campeonato. Y, por esas cosas de la vida, este tipo, tan fanático como su viejo, nunca había visto a su equipo ser campeón en la cancha. Siempre algo le había impedido estar ahí el día de la consagración y cuando vió su única vuelta, en Platense, lo cierto es que la Lepra ya había sido campeón en la semana. El por su parte, era todo pasión, agraviando a cuanto personaje se cruzara en el camino de la victoria.
Llegó el lunes, día para trabajar, pero Lucho no podía contar un billete en el banco dónde trabajaba. Los nervios, la esperanza, la ilusión, la sola idea de imaginar otra vez a Newell’s campeón le recorría todo el cuerpo en un cosquilleo que sólo los que han estado en la situación de ser campeones pueden entender. Valeria lo había llamado diciendo que había que moverse con el tema de las entradas, porque todo el mundo querría estar ahí. El le aseguró que tendrían esas tres entradas como sea.
Desde Buenos Aires informaron que Independiente –dada la amistad que su gente mantiene con los rosarinos– le daría veinte mil generales a Newell’s. Esto de por sí implicaba una gran masa rojinegra moviéndose desde Rosario hasta Avellaneda. Con solo llenar esa popular sería la mayor movilización de un equipo del Interior hacia Buenos Aires. Y sólo sería superada por aquella vez que –dicen– San Lorenzo llevó veinticinco mil personas a Arroyito en el 95.
El jueves empezaba la venta de entradas, y había gente dando vueltas por el club desde el martes. Algunos comenzaron a hacer la cola, con su reposera y acampando ahí, al pie del Coloso, para no perderse esa bendita entrada. Es que en la semana no se hablaba de otra cosa en bares, oficinas, escuelas, o donde fuera. Todo el mundo quería esa entrada. Ya empezaban a haber rumores de reventa. Pero claro; ni Rubén, ni Luciano, ni Valeria podían hacer cola con tanta antelación. Ella en el call center, su novio en el banco, y el padre de éste dando clases en la facultad, los tres trabajaban y ninguno contaba con tiempo libre para ir a comprar la entrada.
El día de la venta, Lucho salió tan pronto como pudo, que en el caso de un bancario será siempre a las tres, y corrió hacia el club. La cola era inexplicable, daba vuelta al Coloso. “Creo que tendremos un problema” –pensó para sí. Todavía quedaba más de la mitad de la cola cuando anunciaron que no venderían más por ese día. El remanente se liquidaría el viernes. No eran las siete de la tarde de ese jueves cuando sonó el celular de Lucho.
–¿Conseguiste las entradas hijo? –preguntó Rubén del otro lado.
–No pá, se agotó todo rapidísimo. No sabés la gente que había.
–Mañana habrá que ir más rápido. –contestó el padre y cortó.
Rubén, solo en su casa de zona sur, se quería comer el teléfono. Encendió la tele y puso el noticiero. Todos hablaban de la larga cola que había hecho la gente de Newell’s, de lo rápido que se habían terminado las entradas puestas a la venta, de que seguramente venderían al día siguiente lo poco que quedaba. Daba vueltas por la habitación, caminaba como león enjaulado, se quería comer el teléfono.
Valeria tampoco era muy tranquila a la hora de expresar su amor por Newell’s. Desde siempre sus amigos varones, los que eran del eterno rival de Newell’s claro, querían jugarle bromas cuando fuera que la Lepra perdía algún partido. Creían que una mujer sería presa fácil para los chistes. Estaban muy equivocados. La Negra –de veintidós años– no sólo sabía explicar la Ley del Off Side, sino que se sabía de memoria todo lo relativo a Newell’s: campeonatos, jugadores brillantes, delanteras de película, clásicos ganados. No había manera de ganarle una discusión. Siempre había ido a la popular, hasta que conoció a Lucho y se mudó a la platea. Esa semana, en el trabajo todos sus compañeros le decían que no conseguiría entrada, o que Ñubel perdería, que no valía la pena el esfuerzo, etcétera. Casi se pelea con más de uno.
Para el día siguiente ella también salía a las tres del trabajo, por lo que acompañó a su novio a la difícil misión. Otra vez la cola que rodeaba el estadio, la gente alentando como si se tratara del partido mismo, banderas rojinegras ondeando por toda la larga fila, y el final. El final de las entradas, claro. Para cuando se agotaron todavía tendrían tres mil personas adelante.
–Creo que estamos en problemas –le dijo Lucho a la Negra.
Al día siguiente todo el mundo hablaba de la fiesta que sería ese partido. “Que ya somos campeones, que el Rojo nos da el empate, que vamos a meter veinte mil personas” eran los comentarios comunes y Lucho, pese a sentirse orgulloso de todo eso, quería su entrada. No sería lo mismo ser campeón frente a la tele que viviéndolo en Avellaneda con otros veinte mil. “O más –pensó–, porque un montón van a ir allá y van a comprar una entrada de Independiente. Van a ir a la tribuna del Rojo y verán a Ñubel campeón desde ahí”. Sí, un montón haría eso. El sonido del teléfono trajo a Lucho de vuelta al mundo. “¡No, papá! ¡Me va a matar!” –pensó.
–Hijo, se agotó todo rápido ¿no? ¿Conseguiste las entradas?
–No papá. Había muchísima gente. No sabés la locura, todos gritando, alentando y…
Para ese momento, Luciano ya hablaba solo. Rubén, preocupado, había dejado el teléfono y se había puesto a pensar en ese domingo. ¿Cómo luciría el estadio sin él ahí? ¿Comenzaría igual el partido? ¿Se daría cuenta el árbitro que faltaba él, que había estado en todas las vueltas olímpicas? Caminaba por toda la casa. Las manos atrás, la mirada perdida, pensando en todo, el ceño fruncido. Se topó con un espejo y le llamó la atención lo que vió ahí. “¡Por Dios, parezco el Loco Bielsa en San Pablo!” –pensó. Era verdad, se veía el catedrático y el loco que llevaba dentro.
Luciano comenzó a llamar a cuanto amigo leproso tenía para preguntarle si tenía una entrada de sobra. La tarea era difícil, porque además habría que conseguir no una, sino ¡tres! entradas. Compañeros de escuela, del banco, amigos de toda la vida, vecinos. Nadie quedó sin ser consultado y siempre la respuesta fue la misma: no hay entradas. Se encontró con su novia, se quedaron preocupados, pensando en qué feo sería ver el partido en un bar, cuando todos los que conocían estarían en Avellaneda.
–No nos puede pasar esto a nosotros. ¡Somos muy fanáticos y nos merecemos estar ahí más que nadie! –gritaba Valeria.
–Lo que pasa es que todo el mundo quiere estar, los fanáticos, los no tanto, los fierro que pueden hacer hasta que perdamos el partido; todos.
–“Que perdamos el partido”… ¡La boca se te haga a un lado nene!
Ese sábado a la noche ninguno de los tres pudo pegar un ojo. Lucho se imaginó gritando el gol del campeonato, de Nacho Scocco, en algún bar de avenida Pellegrini. Valeria imaginó al Tata Martino, al Chocho Llop, al Gringo Scoponi, a Marito, al Yaya, a Roque Alfaro, a Carozo, a Garfa, a Poche; a todas las glorias de Newell’s viendo el partido en la Doble Visera, entrada en mano y alentando al rojinegro. Rubén, el viejo Rubén se imaginó a Roque Avallay, su ídolo de joven, puteándolo por no haber conseguido la entrada. “Tiene razón, Roque. Perdón” –se oyó a sí mismo en su habitación.