A veces somos los que hacemos nuestro propio destino con nuestras acciones. Otras veces la diosa fortuna se interpone en nuestros caminos. Algunos creen que los planetas se alinean; otros, que Dios nos mira desde arriba y nos da una mano. También hay quienes creen en los santos, o seres queridos que ya no están, o en personas que ya no viven pero que fueron tan grandes, que vivirán por siempre. Y que ellos también nos miran desde arriba y nos ayudan. Esa noche del sábado, madrugada del domingo ya, sonó el timbre del departamento de Lucho y la Negra.
–Me cago en la… ¿quién mierda es a esta hora? –gritó Luciano.
–No sé pero yo no me muevo de acá, si querés atendé vos, sino nos quedamos piolas y es como que no hubiera nadie. –le contestó Valeria de mala gana y medio dormida.
Al segundo sonido del timbre, se levantó de la cama Lucho sabiendo que quién fuera que estuviese del otro lado de la puerta no se rendiría. Al llegar a la entrada, preguntó dos veces quién era, y tras no obtener mayor respuesta que el absoluto silencio, abrió la puerta. Para su sorpresa, no había nadie tras la misma. Miró a ambos lados del pasillo, nadie. Cuando se disponía a cerrar, todavía puteando, vió que había un sobre en el suelo. Lo levantó y miró detenidamente. “De parte de Claudio” era lo único que decía el sobre. Mientras volvía a la cama lo seguía mirando absorto.
–¿Vos conocés a algún Claudio? –le preguntó a su novia.
–No, ¿por?
–Porque es lo único que dice el sobre que acabo de encontrar en la puerta. No había nadie.
–Y abrilo boludo, a ver qué dice. –apuró Valeria.
Como decir, no decía nada. El sobre no tenía ninguna carta dentro. Lo único que había eran tres papeles gruesos plastificados. “Asociación del Fútbol Argentino, bla, bla, bla, Independiente vs Newell’s Old Boys” era lo más importante que decían esos papeles. Sí, tres entradas para el partido. Pero ¿quién les consiguió esas entradas? ¿Quién era Claudio, si ninguno de los dos conocía a alguien con ese nombre? Luego de formularse miles de preguntas similares, se acordó de su viejo. ”Tengo que llamarlo a papá y avisarle” –dijo.
–¿Hola, papá? –preguntó cuando atendieron el teléfono.
-Ya era hora –dijo Rubén, sentado en el comedor, a las tres de la mañana, mirando el televisor apagado desde hacía media hora–. Esperaba tu llamado.
–No me preguntes cómo porque yo tampoco lo sé, pero ¡conseguí las entradas! –gritó su hijo.
–¿Ve Roque? Yo no falto a estos partidos, es que no hubieran empezado sin mí.
–Papá ¿qué decís? Soy Lucho.
–Sí, lo sé. Mañana estén en la puerta a las ocho en punto. Los paso a buscar y vamos a Buenos Aires.
Desde las siete y media ya estaba Rubén en la puerta del edificio donde vivía su hijo. En estos momentos se ponía muy impaciente y como no tenía nada mejor que hacer en su casa, fue hacia allá. Llegando la pareja a las ocho y cinco al auto, encontraron la mala cara de Rubén y su reprimenda. “Habíamos dicho a las ocho, ¿no?”.
Sin perder más tiempo arrancó el auto y encaró hacia Boulevard Oroño para así encontrar la salida de Rosario en dirección a Buenos Aires. Ya por la calle veían montones de personas con la camiseta rojinegra puesta, otros ondeando banderas, autos que empezaban a tocar bocina. Todos iban hacia el mismo lugar. Para cuando llegaron a Oroño y Uriburu, notaron que iban a ser muchos los autos de Ñubel que pasarían por la autopista ese día. Difícil es de explicar, pero de hecho, la mayor parte del tiempo no podían ir a más de cien kilómetros por hora. La autopista estaba llena de autos con banderas rojinegras. Se estaba empezando a copar la ruta.
–Va a haber mucha gente eh. –dijo Rubén.
–Sí, va todo el mundo. –acotó Lucho– Nos dieron veinte lucas pero yo calculo que van a haber más de veinticinco mil. Vamos a meter una fiesta inolvidable.
–Oooh, ¿te imaginás veinticinco mil leprosos en Buenos Aires? –se entusiasmó la Negra– ¡Todos los porteños van a hablar de nosotros!
Pasó San Nicolás, pasó San Pedro, llegó el momento de cargar gas a la máquina –Fiat Super Europa color verde metalizado–. La estación de servicio de Baradero fue el lugar elegido y hay que ver la cantidad de gente que eligió el mismo lugar. Cola de trescientos metros para cargar gas. Todos bajando de sus autos, gritando por Ñubel, camisetas rojinegras por todos lados, banderas flameando; se copaba la estación de servicio. Lucho y Valeria se bajaron del auto, se pusieron a alentar también. No se estaba alentando a nadie, los jugadores no estaban ahí. Es difícil de explicar cuando algo se siente desde lo más profundo del alma. Lucho gritaba por Newell’s mientras miraba al viejo Rubén dentro del auto. “Esta pasión me la diste vos, papá” –pensaba. Y un poco de eso es, cuando uno grita por Newell’s está gritando también por quienes se lo enseñaron, imaginando qué orgullosos se sentirían ellos si los vieran. Como aquellos que se han ido del país pero no por eso dejan de lucir la rojinegra en cualquier lugar del planeta, y piensan lo orgullosos que se sentirían sus familiares si lo vieran. Rubén miraba desde dentro. No decía nada, ni exteriorizaba tampoco, pero pensaba: “¡Qué buen trabajo he hecho con mi hijo!”
Seguía toda la caravana de autos, traffics, camionetas, colectivos, motos; todos llevando la ilusión hacia Avellaneda. De repente, más lentitud, más embotellamiento. Habían llegado al peaje de Zárate.
–Uuuh, de acá no salimos más. –se quejó Valeria.
–Tocá bocina papá. –pidió Lucho.
Rubén, acatando la atinada indicación de su hijo, hizo sonar la bocina en repetidas ocasiones. Se sumó uno, fueron dos, diez, un centenar de vehículos tocando sus bocinas, la gente gritando, las banderas flameando. El rojo y el negro por todos lados. Por semejante cantidad de rodados, se levantaron las barreras y todos pudieron pasar, sin pagar. Se copaba el peaje.
Se fueron comiendo ruta y aparecieron los accesos a Buenos Aires. La autopista se agrandó y los autos de todos los porteños que iban a trabajar a la capital del país se mezclaban con la marea vehicular que venía desde Rosario. Los locales miraban atónitos, buscando averiguar quiénes eran los que hacían sonar sus bocinas, los que revoleaban algo rojo y negro, los que gritaban desencajados sentados en la ventana del acompañante. Era evidente que iban a una fiesta, pero no se enteraban. Deshicieron caminos y, ya en la 9 de Julio, se cruzaron con el Obelisco. “Nos vemos a la vuelta con la Vuelta” –le gritó Lucho.
Cruzaron toda la ciudad lo más rápido que pudieron. Rubén, hecho un manojo de nervios, se mostraba con aplomo y serenidad, y conducía sin decir una palabra mientras cruzaban el Puente Pueyrredón y entraban en Avellaneda. Y hasta ahí conocía Rubén, pero en vez de agarrar la avenida Mitre giró una vez de más y terminó en Dock Sud. Tras parar en varias estaciones de servicio y pedir indicaciones, por poco no terminan en cancha de Vélez para ver el partido con Arsenal. Esto es un poco culpa de los porteños también, que dan las indicaciones con la mejor buena voluntad, pero creyendo que uno es de ahí y conoce la mitad de las calles que les nombran.
–¡Te dije un millón de veces que hay que venir con mapa, que no es un drama! –se quejó Lucho
–Tranquilo que el partido no arranca hasta que no lleguemos. –contestó el viejo Rubén sin despegar la vista de la calle.
Así, a una hora para el comienzo del encuentro, nuestros tres viajeros no encontraban su lugar en el mundo. El único lugar en donde querían estar en ese momento: la cancha de Independiente. Seguían dando vueltas por todo el conurbano sin tener la menor idea de cómo encontrar la cancha del Rojo, que no era tan difícil, por cierto. De repente, Lucho soltó una carcajada y le dijo a su padre:
–Tranquilo que ya se dónde estamos y cómo llegar. ¿Ves ese pequeño estadio que hay ahí? Es la cancha de Arsenal, ¡diste vueltas hasta Sarandí! La avenida Mitre está acá cerca, me acuerdo cuando vine a ver el cero a cero contra Arsenal.
–Sí, todo bien con hacerle el aguante al Arse para el partido con Vélez, pero venir hasta la cancha de ellos es demasiado eh. -ironizó la Negra.
Y entonces Rubén hizo como que no los escuchaba, subió el volumen de la radio que daba las alineaciones de los equipos, y encaró –bajo las indicaciones de su hijo– hacia la avenida Mitre, donde luego dejaron el auto y empezaron a caminar hacia el estadio.
Pasacalles de Independiente le daban la bienvenida al futuro campeón, miles de hinchas del Rojo saludando a los de Newell’s. Intercambio de camisetas. Otra faceta del folclore del fútbol. Porque no sólo es encantador ver un clásico jugado a cara de perro y con las hinchadas gritándose mutuamente. También es lindo ver dos hinchadas de equipos de ciudades diferentes, donde aparentemente nada los une, cantar juntos y bajo una misma causa. “El Rojo y Ñulsolboy, un solo corazón” se va escuchando por la avenida Alsina. Pasa la cancha de Racing. Llega la calle Cordero. Hinchas del Rojo, hinchas de Newell’s, son todo uno. Hay gente de Ñubel por todas partes, no sólo en el sector de la popular. Una gran aglomeración de gente para entrar al estadio. Se acerca la hora del partido. Se escucha un aliento fragoroso desde dentro. Llegan al control, entregan las tres entradas que les dio ese Claudio que no conocen. El “Soy de Ñubel” que parece venir de todos lados les impide hablar entre ellos. Van subiendo las escaleras que los lleva a la popular visitante de la Doble Visera. La tribuna se mueve con el salto de la gente y con el griterío ensordecedor. Ven la boca de acceso, la atraviesan, y logran ver la totalidad de la cancha. Lucho siente como que se le apagan los sentidos, está volando. Se marea. Valeria, pasmada, se agarra a su brazo. Al viejo Rubén se le cae una lágrima. Todo por lo que ven. Es indescriptible lo que ven. La popular, con esas veinte mil personas, está repleta, no cabe un alfiler. La platea doble, la que da a Cordero, casi copada por gente de Newell’s. Todas las banderas que se ven ahí son rojinegras. En la de arriba y la de abajo. La popular del Rojo, con muchísimos trapos de la Lepra. Hasta la platea oficial, está plagada de leprosos. Es demasiado. Sabían que habría mucha gente, sabían que se agotaron las veinte mil entradas. Sabían que los de Independiente les dejarían las entradas que no vendiesen. ¡Y eso que hay como quince mil hinchas del Rojo! Pero la cancha está llena, con su capacidad para cincuenta y siete mil. Eso es mucha gente. Calculan en cuarenta mil los leprosos que se han movilizado hasta Avellaneda. “Bueno, treinta y nueve mil novecientos noventa y nueve, y yo” –piensa Lucho para sí. La más grande peregrinación desde una ciudad a otra en toda la historia del fútbol. Se copó Avellaneda.
–Me cago en la… ¿quién mierda es a esta hora? –gritó Luciano.
–No sé pero yo no me muevo de acá, si querés atendé vos, sino nos quedamos piolas y es como que no hubiera nadie. –le contestó Valeria de mala gana y medio dormida.
Al segundo sonido del timbre, se levantó de la cama Lucho sabiendo que quién fuera que estuviese del otro lado de la puerta no se rendiría. Al llegar a la entrada, preguntó dos veces quién era, y tras no obtener mayor respuesta que el absoluto silencio, abrió la puerta. Para su sorpresa, no había nadie tras la misma. Miró a ambos lados del pasillo, nadie. Cuando se disponía a cerrar, todavía puteando, vió que había un sobre en el suelo. Lo levantó y miró detenidamente. “De parte de Claudio” era lo único que decía el sobre. Mientras volvía a la cama lo seguía mirando absorto.
–¿Vos conocés a algún Claudio? –le preguntó a su novia.
–No, ¿por?
–Porque es lo único que dice el sobre que acabo de encontrar en la puerta. No había nadie.
–Y abrilo boludo, a ver qué dice. –apuró Valeria.
Como decir, no decía nada. El sobre no tenía ninguna carta dentro. Lo único que había eran tres papeles gruesos plastificados. “Asociación del Fútbol Argentino, bla, bla, bla, Independiente vs Newell’s Old Boys” era lo más importante que decían esos papeles. Sí, tres entradas para el partido. Pero ¿quién les consiguió esas entradas? ¿Quién era Claudio, si ninguno de los dos conocía a alguien con ese nombre? Luego de formularse miles de preguntas similares, se acordó de su viejo. ”Tengo que llamarlo a papá y avisarle” –dijo.
–¿Hola, papá? –preguntó cuando atendieron el teléfono.
-Ya era hora –dijo Rubén, sentado en el comedor, a las tres de la mañana, mirando el televisor apagado desde hacía media hora–. Esperaba tu llamado.
–No me preguntes cómo porque yo tampoco lo sé, pero ¡conseguí las entradas! –gritó su hijo.
–¿Ve Roque? Yo no falto a estos partidos, es que no hubieran empezado sin mí.
–Papá ¿qué decís? Soy Lucho.
–Sí, lo sé. Mañana estén en la puerta a las ocho en punto. Los paso a buscar y vamos a Buenos Aires.
Desde las siete y media ya estaba Rubén en la puerta del edificio donde vivía su hijo. En estos momentos se ponía muy impaciente y como no tenía nada mejor que hacer en su casa, fue hacia allá. Llegando la pareja a las ocho y cinco al auto, encontraron la mala cara de Rubén y su reprimenda. “Habíamos dicho a las ocho, ¿no?”.
Sin perder más tiempo arrancó el auto y encaró hacia Boulevard Oroño para así encontrar la salida de Rosario en dirección a Buenos Aires. Ya por la calle veían montones de personas con la camiseta rojinegra puesta, otros ondeando banderas, autos que empezaban a tocar bocina. Todos iban hacia el mismo lugar. Para cuando llegaron a Oroño y Uriburu, notaron que iban a ser muchos los autos de Ñubel que pasarían por la autopista ese día. Difícil es de explicar, pero de hecho, la mayor parte del tiempo no podían ir a más de cien kilómetros por hora. La autopista estaba llena de autos con banderas rojinegras. Se estaba empezando a copar la ruta.
–Va a haber mucha gente eh. –dijo Rubén.
–Sí, va todo el mundo. –acotó Lucho– Nos dieron veinte lucas pero yo calculo que van a haber más de veinticinco mil. Vamos a meter una fiesta inolvidable.
–Oooh, ¿te imaginás veinticinco mil leprosos en Buenos Aires? –se entusiasmó la Negra– ¡Todos los porteños van a hablar de nosotros!
Pasó San Nicolás, pasó San Pedro, llegó el momento de cargar gas a la máquina –Fiat Super Europa color verde metalizado–. La estación de servicio de Baradero fue el lugar elegido y hay que ver la cantidad de gente que eligió el mismo lugar. Cola de trescientos metros para cargar gas. Todos bajando de sus autos, gritando por Ñubel, camisetas rojinegras por todos lados, banderas flameando; se copaba la estación de servicio. Lucho y Valeria se bajaron del auto, se pusieron a alentar también. No se estaba alentando a nadie, los jugadores no estaban ahí. Es difícil de explicar cuando algo se siente desde lo más profundo del alma. Lucho gritaba por Newell’s mientras miraba al viejo Rubén dentro del auto. “Esta pasión me la diste vos, papá” –pensaba. Y un poco de eso es, cuando uno grita por Newell’s está gritando también por quienes se lo enseñaron, imaginando qué orgullosos se sentirían ellos si los vieran. Como aquellos que se han ido del país pero no por eso dejan de lucir la rojinegra en cualquier lugar del planeta, y piensan lo orgullosos que se sentirían sus familiares si lo vieran. Rubén miraba desde dentro. No decía nada, ni exteriorizaba tampoco, pero pensaba: “¡Qué buen trabajo he hecho con mi hijo!”
Seguía toda la caravana de autos, traffics, camionetas, colectivos, motos; todos llevando la ilusión hacia Avellaneda. De repente, más lentitud, más embotellamiento. Habían llegado al peaje de Zárate.
–Uuuh, de acá no salimos más. –se quejó Valeria.
–Tocá bocina papá. –pidió Lucho.
Rubén, acatando la atinada indicación de su hijo, hizo sonar la bocina en repetidas ocasiones. Se sumó uno, fueron dos, diez, un centenar de vehículos tocando sus bocinas, la gente gritando, las banderas flameando. El rojo y el negro por todos lados. Por semejante cantidad de rodados, se levantaron las barreras y todos pudieron pasar, sin pagar. Se copaba el peaje.
Se fueron comiendo ruta y aparecieron los accesos a Buenos Aires. La autopista se agrandó y los autos de todos los porteños que iban a trabajar a la capital del país se mezclaban con la marea vehicular que venía desde Rosario. Los locales miraban atónitos, buscando averiguar quiénes eran los que hacían sonar sus bocinas, los que revoleaban algo rojo y negro, los que gritaban desencajados sentados en la ventana del acompañante. Era evidente que iban a una fiesta, pero no se enteraban. Deshicieron caminos y, ya en la 9 de Julio, se cruzaron con el Obelisco. “Nos vemos a la vuelta con la Vuelta” –le gritó Lucho.
Cruzaron toda la ciudad lo más rápido que pudieron. Rubén, hecho un manojo de nervios, se mostraba con aplomo y serenidad, y conducía sin decir una palabra mientras cruzaban el Puente Pueyrredón y entraban en Avellaneda. Y hasta ahí conocía Rubén, pero en vez de agarrar la avenida Mitre giró una vez de más y terminó en Dock Sud. Tras parar en varias estaciones de servicio y pedir indicaciones, por poco no terminan en cancha de Vélez para ver el partido con Arsenal. Esto es un poco culpa de los porteños también, que dan las indicaciones con la mejor buena voluntad, pero creyendo que uno es de ahí y conoce la mitad de las calles que les nombran.
–¡Te dije un millón de veces que hay que venir con mapa, que no es un drama! –se quejó Lucho
–Tranquilo que el partido no arranca hasta que no lleguemos. –contestó el viejo Rubén sin despegar la vista de la calle.
Así, a una hora para el comienzo del encuentro, nuestros tres viajeros no encontraban su lugar en el mundo. El único lugar en donde querían estar en ese momento: la cancha de Independiente. Seguían dando vueltas por todo el conurbano sin tener la menor idea de cómo encontrar la cancha del Rojo, que no era tan difícil, por cierto. De repente, Lucho soltó una carcajada y le dijo a su padre:
–Tranquilo que ya se dónde estamos y cómo llegar. ¿Ves ese pequeño estadio que hay ahí? Es la cancha de Arsenal, ¡diste vueltas hasta Sarandí! La avenida Mitre está acá cerca, me acuerdo cuando vine a ver el cero a cero contra Arsenal.
–Sí, todo bien con hacerle el aguante al Arse para el partido con Vélez, pero venir hasta la cancha de ellos es demasiado eh. -ironizó la Negra.
Y entonces Rubén hizo como que no los escuchaba, subió el volumen de la radio que daba las alineaciones de los equipos, y encaró –bajo las indicaciones de su hijo– hacia la avenida Mitre, donde luego dejaron el auto y empezaron a caminar hacia el estadio.
Pasacalles de Independiente le daban la bienvenida al futuro campeón, miles de hinchas del Rojo saludando a los de Newell’s. Intercambio de camisetas. Otra faceta del folclore del fútbol. Porque no sólo es encantador ver un clásico jugado a cara de perro y con las hinchadas gritándose mutuamente. También es lindo ver dos hinchadas de equipos de ciudades diferentes, donde aparentemente nada los une, cantar juntos y bajo una misma causa. “El Rojo y Ñulsolboy, un solo corazón” se va escuchando por la avenida Alsina. Pasa la cancha de Racing. Llega la calle Cordero. Hinchas del Rojo, hinchas de Newell’s, son todo uno. Hay gente de Ñubel por todas partes, no sólo en el sector de la popular. Una gran aglomeración de gente para entrar al estadio. Se acerca la hora del partido. Se escucha un aliento fragoroso desde dentro. Llegan al control, entregan las tres entradas que les dio ese Claudio que no conocen. El “Soy de Ñubel” que parece venir de todos lados les impide hablar entre ellos. Van subiendo las escaleras que los lleva a la popular visitante de la Doble Visera. La tribuna se mueve con el salto de la gente y con el griterío ensordecedor. Ven la boca de acceso, la atraviesan, y logran ver la totalidad de la cancha. Lucho siente como que se le apagan los sentidos, está volando. Se marea. Valeria, pasmada, se agarra a su brazo. Al viejo Rubén se le cae una lágrima. Todo por lo que ven. Es indescriptible lo que ven. La popular, con esas veinte mil personas, está repleta, no cabe un alfiler. La platea doble, la que da a Cordero, casi copada por gente de Newell’s. Todas las banderas que se ven ahí son rojinegras. En la de arriba y la de abajo. La popular del Rojo, con muchísimos trapos de la Lepra. Hasta la platea oficial, está plagada de leprosos. Es demasiado. Sabían que habría mucha gente, sabían que se agotaron las veinte mil entradas. Sabían que los de Independiente les dejarían las entradas que no vendiesen. ¡Y eso que hay como quince mil hinchas del Rojo! Pero la cancha está llena, con su capacidad para cincuenta y siete mil. Eso es mucha gente. Calculan en cuarenta mil los leprosos que se han movilizado hasta Avellaneda. “Bueno, treinta y nueve mil novecientos noventa y nueve, y yo” –piensa Lucho para sí. La más grande peregrinación desde una ciudad a otra en toda la historia del fútbol. Se copó Avellaneda.